Patrick J. Deneen (Middletown, 1964) es uno de los pensadores más influyentes del conservadurismo contemporáneo. Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Notre Dame, tras haber enseñado en Princeton y Georgetown, se ha consolidado como referente del llamado movimiento posliberal, que cuestiona las bases del orden político y cultural heredado del siglo XX.
En su libro ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? (2018), traducido para Rialp por nuestro David Cerdá, señala el exitoso fracaso del liberalismo, no a causa de desviaciones coyunturales, sino porque su propia lógica, individualista, materialista y niveladora, conduce al agotamiento de la sociedad. Denuncia que el liberalismo ha convertido al ciudadano en consumidor, debilitando comunidades, tradiciones y vínculos familiares.
En 2023 publicó Cambio de Régimen: Hacia un futuro posliberal, donde perfila las bases de una política capaz de articular mayorías populares. Propone un «conservadurismo arraigado» que recupere el bien común, el respeto a los límites naturales y la centralidad de lo local. Su influencia crece en los Estados Unidos y en Europa, en especial en países como Hungría, donde nos recibió.
¿Todavía tiene sentido el paradigma derecha-izquierda?
Ha cambiado de manera fundamental. La izquierda tradicionalmente se definía por su compromiso con mejorar la situación de la clase trabajadora bebiendo de tradiciones socialistas e incluso marxistas. La derecha era la opción de las élites financieras, de los adinerados. Ése fue el eje en muchas sociedades occidentales, también en los Estados Unidos: el Partido Demócrata de Franklin D. Roosevelt frente al Partido Republicano de Herbert Hoover: intereses empresariales frente a intereses de los trabajadores.
Hoy, en cambio, la izquierda en gran medida protege a la plutocracia: sirve a las corporaciones y a los grandes patrimonios. Quienes votan demócrata suelen tener mayor nivel educativo y rentas más altas, y sus mayores donantes son grandes empresas, universidades e instituciones. El Partido Republicano se ha hecho de manera creciente el partido de la clase trabajadora. Paradójicamente, la izquierda casi no habla ya de clases y la derecha lo hace todo el tiempo.
¿Es sólo un intercambio de papeles?
No es simplemente que derecha e izquierda se hayan intercambiado los papeles, sino que aquella vieja idea de que la clase trabajadora tiende siempre a opciones de izquierdas ha sido refutada: el trabajador puede ser un elemento conservador en la sociedad.
No se puede decir que el mismo Marx no avisara de ello.
Marx ya lo temía. Veía que los trabajadores eran más conservadores que las élites y por eso reclamaba una «vanguardia» que los condujera a las conclusiones «correctas». La clase trabajadora valora estabilidad, orden y tradiciones que la sostengan incluso sin gran riqueza. Lo que vemos es un giro de fondo que refleja la economía del siglo XXI y el deterioro de nuestro sistema social.
¿Se nos impone un pensamiento monolítico global en nombre de la diversidad?
La política está por todas partes. Dudo que haya existido un tiempo sin el desafío de la diversidad. Los autores antiguos ya hablan de ello: distintas costumbres, tradiciones y cómo delimitar fronteras culturales incluso dentro de un mismo país. A un español no tengo que explicarle lo que significa eso…
No es la modernidad ni el liberalismo lo que nos hace diversos. Uno de los supuestos del liberalismo es que la diversidad se gestiona sin buscar un bien común: cada cual hace lo suyo y pactamos no agredirnos. Para que esto funcione, todos deben ser liberales antes que cualquier otra cosa; ser católico, judío, protestante o musulmán queda subordinado a ser liberal.
¿No es eso tratar de hacer absoluto lo relativo?
La supuesta diversidad, en consecuencia, se debilita: nos homogenizamos como consumidores modernos movidos por el materialismo. Eso nos deja colmados de cosas y distracciones, pero nos priva de dimensiones necesarias para el florecimiento humano: el alma, la amistad, el matrimonio, la familia, lo más alto (la belleza, la bondad y la verdad). Sufrimos un déficit de sentido fruto de una sociedad que ha aplanado la diversidad por indiferentismo.
Ese proceso de degradación de la persona no avanza porque sí. ¿Qué papel juega la tolerancia represiva en la imposición del liberalismo como anticultura?
Siempre ha habido resistencias a ese proyecto liberal, y durante mucho tiempo se vencieron por vías indirectas, sobre todo económicas. Para ser miembro en regla de un orden que prima el éxito material, uno guarda en el cajón sus convicciones religiosas o sustantivas en nombre de la eficiencia y el utilitarismo. Así nos aplanan como seres humanos.
Cuando la resistencia toca lo más profundo, Dios en la vida pública o la visión tradicional de hombre, mujer, matrimonio e hijos, los medios indirectos dan paso a medios directos. De ahí el auge de la «intolerancia liberal» o «liberalismo iliberal».
Los liberales clásicos, en cambio, niegan que esa intolerancia sea propia del liberalismo.
Yo mismo tengo amigos que se declaran liberales clásicos y dicen que eso no es el verdadero liberalismo. Les respondo que es su trayectoria lógica: empieza debilitando creencias y, ante convicciones intransigentes, recurre a la coerción. Hemos entrado en la culminación de esa lógica: una forma de opresión liberal.
Defiende en ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? que lo ha hecho precisamente porque ha triunfado. ¿Se ha frenado la deriva woke?
En los Estados Unidos y en todo Occidente la naturaleza ha sido desafiada políticamente, sobre todo por la negación de la realidad de hombre y mujer. Llamar «persona gestante» a una mujer fue un punto de inflexión que reveló hasta dónde llegaba esa «tolerancia».
¿Donald Trump encarna el fin a la tolerancia de las ideas que desafían la naturaleza?
Mucha gente, no necesariamente entusiasmada con Donald Trump en todos los aspectos, vio en él y en una democracia más populista un instrumento para combatir ese radicalismo liberal.
¿Nos salva que los promotores del relativismo woke han ido demasiado lejos demasiado rápido?
En cierto sentido estaba en su ADN. El liberalismo funciona como revolución permanente: necesita encontrar cada vez un ámbito más profundo de la realidad humana o del mundo para declararlo arbitrario y liberarnos de él. Eso te lleva a considerar arbitrario ser hombre o mujer. Pero la realidad se impone. Puede que agradezcamos que hayan ido tan lejos porque reveló el problema; pero, salvo que se detuviera, su lógica interna empujaba en esa dirección.
¿La verdad se defiende sola?
La realidad tiende a reafirmarse, también nuestra naturaleza. No sólo en la sexualidad (las mujeres gestan y amamantan; los hombres desempeñan otros roles), sino en que somos criaturas dentro de la naturaleza, no sus conquistadores. En la derecha vemos una apertura hacia lo que se consideraba terreno de la izquierda: cuestiones medioambientales, por ejemplo. No como alarmismo climático, sino al preguntarnos cómo vivir dentro de los límites de la Tierra y practicar la autolimitación.
¿Todo lo que llamamos derecha se plantea respetar los límites de la naturaleza?
Ahí surge una tensión: el lado tecnológico, el de Elon Musk, que pretende superar límites haciéndonos interplanetarios; y el lado conservador más rural, que defiende lo local, la agricultura, la comunidad y busca respetar los límites de la naturaleza. De nuevo, el eje derecha-izquierda se reconfigura.
¿Qué es el bien común?
En el contexto actual, una forma de medirlo es preguntarse cómo está la gente común. «Común» significa lo compartido y lo ordinario. Toda sociedad tiene «comunes» y un buen termómetro es si florecen o se hunden.
¿Realmente quienes toman decisiones se preocupan de si la gente corriente florece o se hunde?
En las últimas elecciones esto fue decisivo. Vimos quizá al más «común» de los políticos importantes en mucho tiempo postularse a la Vicepresidencia: J. D. Vance. Se hizo famoso contando su infancia y describiendo cómo su comunidad fue devastada por políticas económicas y sociales. Llegó a la política entendiendo que el bien común se mide por el bienestar de quienes no tienen ventajas de riqueza, educación de élite o acceso a empleos «deseables» y apoyos familiares externalizados. Una buena sociedad se organiza de modo que, incluso sin esas ventajas, los hijos de la gente corriente puedan salir adelante.