Tres son las crisis que infestan España: la sanitaria, la económica y —la más profunda— la moral. De ellas, la más nociva por mucho es la tercera, ya que, a diferencia de las otras, la crisis de valores no es algo eventual o pasajero, sino que se infiltra en lo más íntimo de la sociedad. Mientras que la recesión y la pandemia con el tiempo pasarán, la deontología de un pueblo es difícil reescribirla con la suficiente premura como para que éste pueda sanar sin cicatrices.
El más reciente vestigio de esta conciencia laxa que nos golpea lo pudimos observar hace escasos días en el Congreso de los Diputados. Allí, el diputado socialista Odón Elorza esputó encaramado a la tribuna: «¡Dejen de utilizar a las víctimas del terrorismo para denigrar y atacar un presupuesto! ¡No sean tan miserables, dejen ya en paz el terrorismo de ETA! ¡ETA desapareció! ¡ETA no está aquí, aquí no hay terroristas! ¡Aquí lo que hay son franquistas y lo que hay son unas derechas de vocación golpista!» Hasta ahí podíamos llegar.
Puede ser que pecáramos de ingenuos al creer que, pese al color de este Gobierno, ciertas líneas rojas no serían traspasadas. Lejos de ello, este Ejecutivo no ha dudado en volar con toneladas de amonal muchos de los pactos más consolidados desde la Transición, llegando incluso a pretender sepultar bajo kilos de cal viva el Espíritu de Ermua, que despertó hace décadas, un sentimiento de pura fraternidad y apolítico que resultaría aberrante exhumar del camposanto que comparten todos los españoles.
Es sabio el refrán que dice que «dos que duermen en un colchón, se vuelven de la misma condición». Si además uno copula con aquellos que sumieron a un país entero en el espanto y el sufrimiento durante más de cincuenta años, el engendro resultante sólo puede concentrar los peores vicios de la carroña, unos gobernantes que bailan un aurresku ante la Parca sobre las tumbas de sus propios colegas que pagaron con la vida el precio de la libertad. Es igualmente curioso cómo los mismos que dicen que «las víctimas del terrorismo etarra son de todos», no apliquen la misma máxima a la guerra fratricida que hoy pretenden reescribir. Consideran que el 2011 es pasado y el 36, el presente, acusando a la oposición de utilizar a ETA como munición, cuando es precisamente el Gobierno quien ve su subsistencia depender de los que hace apenas una década atravesaron las nucas con sus nueve milímetros Parabellum.
Aquí yace precisamente una de las más hediondas incongruencias de los que hoy ostentan el poder, una contradicción que cabalgan a lomos de la hipocresía y la desvergüenza. Es obsceno pretender escribir sobre el agua el epitafio de cientos de inocentes a los que robaron su futuro unos sanguinarios que desprecian la democracia mientras se resisten a olvidar al dictador reinhumado al que sólo un exiguo reducto sigue añorando. Se les pide a las víctimas de los etarras relegar al olvido a sus parientes a la vez que se les ordena recordar una represión franquista que les es ajena y apellidar el terrorismo con otros términos como «machista», todo ello parte de un mismo plan consistente en apalear las cabezas hasta provocar amnesia y poder dibujar en las mentes de los jóvenes un pasado que no fue para justificar la ignominia del ahora.
Si para Unamuno «el mundo entero es un Bilbao más grande», hoy parecería que España entera hubiese mutado en el Euskadi de hace pocas décadas, una tierra en que nuestra Policía es tachada de txakurra y la kale borroka cerca y agrede a los partidos que los egines y garas señalan como satánicos. El país está postrado ante Otegi pagando el impuesto revolucionario exigido para que Sánchez siga, un tributo sufragado con la sangre derramada por quienes Interior acerca a cárceles vascas engullendo cada una de las pretensiones que los pistoleros reclamaban.
El presidente ha cambiado la decencia por el pasamontañas, haciendo suyo el mensaje de que la justicia es venganza y de que todos los discrepantes son franquistas irredentos con los que jamás tratar, un mandatario que, como los radicales batasunos, reniega de la Amnistía de 1977 por parecerle injusta y se ve forzado a recordar, cual nacionalista abnegado, los 140 años de historia de su partido para poder legitimar las felonías que consuma. ETA retorna con fuerza en una sociedad cuyo silencio ante el escándalo es cómplice y con los mismos aliados que en su día recogían las nueces.
El Gobierno de España se ha lavado las manos pintadas de blanco para ser hoy el principal gudari de los terroristas afines, quienes —estos sí, a diferencia de aquellos a los que llaman fachas— se niegan a condenar todo el daño que causaron y que en su día celebraban, un dolor que en parte reconocen que tenían «derecho a hacer» y por el que siguen presos doscientos a los que consideran suyos y a los que no dejan de loar en las calles siempre que la oportunidad se tercia.
El cierre de la carta enviada por la banda terrorista en mayo de 2018 declarando el desmantelamiento de su estructura rezaba así: «ETA surgió de este pueblo y ahora se disuelve en él». Y, efectivamente, ETA se ha disuelto. En el Gobierno.