Compartía el otro día mi buen amigo Miguel Ángel Quintana Paz un estudio que sostenía que las mujeres de derechas eran más guapas que las de izquierdas; me gustaría que alguien hiciese un análisis del impacto de la inmoralidad en los países occidentales: estoy por apostar que España sería de los más afectados. Creo que las perversiones normativas aprobadas por el actual gobierno manifiestan que la sociedad española está cerca de su ocaso, un final al que se acerca aquel al que todo le es indiferente. Gentuza hay en todas partes, pero si que es cierto, que el bochorno y escándalo que nuestros dirigentes y de nuestra ciudadanía, reflejada en los que nos gobiernan, da la sensación de que la perversión se ha acentuado en nuestras fronteras.

Hemos padreado por encima de nuestras posibilidades o, mejor dicho, y como dijo alguien en las redes (a)sociales, estamos sumiendo en la inflación a las gilipolleces. El último episodio de estas catastróficas paridas tuvo lugar el otro día cuando unos payasos sin gracia —un abrazo a todos esos que si nos hacen reír—, se pusieron a llamar calvo al entrenador de la selección española de fútbol a modo de mofa y ofensa en plena celebración de la Liga de las Naciones. Ya no respetamos ni a los nuestros. Tuve que ver repetidas veces el vídeo en twitter porque no daba crédito ante tal ataque a la dignidad de una persona; me gustará ver a esos mañacos dentro de veinte años mirándose en el espejo. Sentí impotencia de vivir en una sociedad tan desvergonzada, maleducada e infantilizada. Nunca me había sentido menos orgulloso de ser español, y sé que algún patriota de banderita estará escandalizado por lo que estoy escribiendo. Estoy orgulloso de nuestra historia, de haber sido el país más poderoso del mundo, de haber representado la salvación para cientos de culturas que veían vanguardista sacrificar a niños, sin embargo, no me siento identificado con el país en el que nos estamos convirtiendo. Va a ser verdad eso que dijo Jorge Fernández-Díaz de que en su conversión la Virgen le dijo que el mal del demonio se cernía sobre España.

No me gustan los españoles, ahora entiendo a todos esos extranjeros que nos desprecian, nos llaman maleducados, vagos y escandalosos. Cómo decía Chesterton, para cambiar el mundo hay que amarlo y odiarlo a partes iguales; odio a España porque no me gusta en lo que se está convirtiendo y la amo porque creo que podemos dar más como país. A veces me dan ganas de coger la maleta, irme a una nación lejana como el hijo prodigo y olvidarme de tanto compatriota desnortado. Paisanos con sus virtudes, con su carácter mediterraneamente caliente, pero también con sus vicios endémicos como el de la envidia, una pecaminosa admiración envenenada que desemboca en el ejercicio nacional de criticar a los demás. Tenemos mucho que mejorar como sociedad, no me gusta el mundo que estamos dejando a nuestros hijos. Me duele España.