Te despiertas y lo notas. No hace ruido, pero sabes que está ahí, contigo. Los silencios tejen su presencia. Se cuela por los intersticios de eso que, a falta de otro nombre, llamas alma; y también remueve tu cuerpo. «El cuerpo apunta más allá de sí mismo», ha escrito Varden. Debe de ser eso. Sientes que, de alguna manera, tu carne desfallece, como en el canto aquel del rey David. En ti bulle una inquietud que se atrinchera a las puertas mismas de la piel.

Desayunas con esa sensación indefinida, y, tratando de comprender algo, buscas palabras en el mar de tus lecturas. Por inconcreto, el tema es oceánico, y a las playas de tu pensamiento apenas llegan los restos de algún naufragio. Pero el pecio del olvido suele contener algún tesoro, y tu memoria logra retirar a sus arenas unos versos potentes de Marcela Duque: «Es bello el riesgo de creernos inmortales, / de vivir en tensión hacia lo excelso, / aunque nos falten pruebas y acudamos / a la fe y a los cantos de los niños». Debe de ser eso: una tensión, una querencia, un afán. Te pierdes en el poema y así se remansa un poquito tu anhelo. Porque lo llamas así, «anhelo». Decir «deseo» sería insuficiente y confuso.

Luego gastas el día trabajando, entre papeles e inquietudes ajenas que tratas de hacer propias —aunque no siempre lo consigues—. No querrías vivir para ti mismo. Es como si una fuerza extraña te incitara a salir al encuentro de los demás. Has leído que «persona» viene del griego «prosopon», que se forma con «pros» («hacia») y «ops» («ojo»). La etimología vuelve a regalarte su luz: las personas se encuentran en la mirada. Debe de ser eso. Borges se dio cuenta, y por eso entre los dones enumeró el amor, «que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad».

Otra vez el amor. Otra vez tu costado expuesto. Otra vez las risas en la sombra que se mofan de tu inocencia, a la que no renunciarás jamás. No quieres perder el privilegio de ser vulnerable. Quieres que no sea mera fragilidad, sino nobleza. Que no te derrumbe una deslealtad. Que no te descomponga una insidia. Te consuela lo que escribió Gómez Dávila, el de los escolios de triple filo: «El alma noble prefiere el peligro de la traición a la salvaguardia del recelo». Debe de ser eso.

Tu corazón cavila y divaga. Y, en mitad de la calle, el anhelo vuelve a sorprenderte. Quieres abrazar con fuerza el drama de la vida y escapar de la banalidad en todas sus formas. Deseas hondura. Aunque las cosas no te colmen, amas el mundo.

Por la noche, ya en la cama, lees un párrafo de Guerriero. «Yo siento un cansancio tierno, como si hubiera pasado el día galopando». Debe de ser eso; y, antes de que el sueño te venza, le agradeces a Dios ese rumor inmortal que galopa en tu pecho.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).