Comienzo disculpándome. Sí, ya sé que titular una primera columna sobre cine con aquello de José Luis Garci puede que sea un poco trampa, digamos, pero es que, a veces, jugar sucio es más divertido y, además, no inauguro columnas todos los días por lo que comprenderán mi intento de cortar la cinta roja con tijeras de oro, o lo que es lo mismo, citando a Monsieur Le Directeur. Si Truffaut hubiese escrito un segundo volumen de su magnum opus estoy seguro de que lo habría titulado El cine según Garci. «El cine y la vida, valga la redundancia» suelo decir yo. El cine o la vida, un atraco, a veces.
Sí, el cine es esa vida de repuesto. Yo se lo llevaba escuchando y leyendo no sé cuántas veces, muchas. Me había convencido de que comprendía lo que quería decir, lo que significaba eso de «de repuesto», de recambio, ese «por si acaso». Pero fue aquella noche, aquélla en que no me podía dormir, cuando realmente me di cuenta. Fue la noche en que murió mi abuela. Les decía que yo, insomne, a las cinco y pico de la mañana, decidí tirar del «cuando todo lo demás falla», me puse Irma la Dulce, y me reí. Créanme que me reí como nadie, créanme que durante los ciento cuarenta y dos minutos de wilderazo fui feliz. Créanme que, entonces, lo comprendí. Sí, el cine es esa vida de repuesto. Esa vida en la que el tiempo es relativo y hace que casi dos horas y media pasen como diez minutos. Esa vida que, no pocas veces, nos gusta más que la real. «Pido perdón por confundir el cine con la realidad». Confundir el cine con la realidad, ésa es mi patología. Una patología posiblemente compartida por muchos porque en esto, como decía Umbral, contando mi vida estoy contando a los demás. Estoy seguro de ello.
Si el cine es esa vida de repuesto como hemos acordado, entonces, permítanme, columna a columna, semana a semana, llevarles conmigo a ella, porque allí siempre hace buen tiempo. A esa vida en la que siempre se está bien, incluso cuando llueve, hace viento, te levanta el flequillo y se da la vuelta el paraguas. A ese lugar donde te llaman por tu nombre porque saben cómo te llamas, se alegran de que estés ahí y, además, te lo demuestran. A esa vida en la que prefieres cumplir películas a su lado que años. A esa vida en la que puedes enamorarte y quedarte con la chica o dejar que se vaya con el otro. A esa vida en la que con un fundido a negro todo se sobreentiende y no hay más que explicar. En las semanas que vienen esta columna se convertirá en espejo de ese paisaje sentimental, de ese itinerario, bastante personal, por los recovecos de un puñado de imágenes que me han acompañado y que, de tanto en tanto, vuelven recurrentes como el estribillo de una canción que se tararea porque no hay manera de recordar su letra.
Y termino del mismo modo que comencé, líneas atrás, disculpándome. Y es que no he hablado de cine, pero en una primera cita uno invita a un café con leche y hielo, a chocolate con churros o a castañas asadas, según la estación, pero llevarles a la sala de cine me parecía precipitado, casi descortés. Además, «necesito que ustedes me conozcan antes de entrar en tarea para que no me tomen nunca completamente en serio. Ni completamente en serio ni completamente en broma», como decía Camba.
Por cierto, para enmendar todo lo que a continuación diga, hago míos todos los episodios de Qué grande es el cine, de Cine en blanco y negro y del nasciturus Classics, porque ahí han estado, porque ahí están, porque ahí estarán todas las cosas que me gustan. Todas.