Mientras los comentaristas geopolíticos se fijan en la frontera de Rusia con Ucrania, bajo la superficie del conflicto ruso-ucraniano hierve lentamente un acontecimiento más interesante que podría reordenar las relaciones internacionales: la muerte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Fundada en 1949, la OTAN comenzó con sólo doce países miembros. En la actualidad, la OTAN cuenta con treinta países miembros, y las élites de seguridad nacional de la esfera angloamericana quieren incorporar a Georgia y Ucrania al redil. En el caso de ambos países, el ingreso en la alianza está en el limbo.

A pesar de los llamamientos a la ampliación de la OTAN, las alianzas militares que sustentan la organización podrían sufrir una inesperada sacudida. Desde que el presidente francés Emmanuel Macron declaró en 2019 que la OTAN estaba experimentando una «muerte cerebral», una nueva realidad se ha ido abriendo paso en el continente europeo.

Además, el conflicto ruso-ucraniano está poniendo de manifiesto las contradicciones existentes en Europa en cuanto a las prioridades económicas y de seguridad. Países como Italia han adoptado posturas más equilibradas con respecto a Rusia, subrayando la importancia del diálogo al tiempo que mantienen sólidos lazos comerciales. El presidente croata, Zoran Milanović, ha anunciado recientemente que Croacia retirará todas sus fuerzas de la OTAN del este de Europa si estalla un conflicto entre Ucrania y Rusia. La propia Alemania se ha negado a enviar armas a Ucrania ante las supuestas amenazas de una inminente invasión rusa. Otros miembros de la OTAN, como Hungría, creen que las preocupaciones de seguridad de Rusia son razonables y pretenden impulsar el comercio de gas natural con esta nación.

En Francia, el candidato presidencial Eric Zemmour han pedido explícitamente un acercamiento entre Rusia y Francia. Esto incluye el levantamiento de las sanciones a Rusia y el alejamiento de las instituciones de dominio americano, como la OTAN. Zemmour no es partidario de la hegemonía americana. Anteriormente sugirió que el desembarco americano y británico de 1944 en Normandía abrió la puerta para que Francia se convirtiera en un Estado cliente. El escepticismo del candidato hacia la influencia americana en Francia ha continuado hasta su campaña presidencial, durante la cual ha pedido a Francia que deje de «ser una herramienta de los Estados Unidos». Sostiene que Washington intenta enfrentar a los países europeos con Rusia, proclamando: «Los Estados Unidos intentan dividir a Rusia de Francia y Alemania, y cada vez que se acercan, los americanos encuentran una forma de dividirlos». En muchos aspectos, es el sucesor geopolítico del Reino Unido en lo que se refiere a las tácticas de divide y vencerás que lleva a cabo para garantizar que nunca se produzca un acercamiento Berlín-París-Moscú en el continente europeo.

El propio Macron no es el más entusiasta partidario de un orden liderado por los Estados Unidos, pero formula su oposición en términos centristas. En cambio, Macron quiere copiar y pegar el orden internacional basado en normas de dominio americano, pero dándole un sabor eurócrata. Para ser justos, Macron reconoce la necesidad de un diálogo entre Rusia y Francia, un tipo de diálogo que otras potencias occidentales no están dispuestas a mantener. La mayoría de las «democracias liberales» están completamente consumidas por la rectitud moral y creen que cualquier país que se desvíe de sus normas políticas no es digno de diálogo y debe ser aislado internacionalmente.

La preocupación de Francia por la influencia de los Estados Unidos refleja una herencia vestigial de la perspectiva de la política exterior del expresidente Charles de Gaulle. Durante su mandato, De Gaulle se empeñó en mantener la equidistancia de Francia respecto a los gigantes de la Guerra Fría para que Francia pudiera trazar su propio camino. La decisión de De Gaulle de retirar a Francia del mando militar integrado de la OTAN fue una de las medidas más audaces que tomó para distanciar al país de la influencia americana.

Uno de los inconvenientes del dogma universalista de la política exterior que sigue el bloque de Washington es que ignora que los países tienen sus propios intereses nacionales. Los miembros del blob siempre asumen que los países siempre se moverán al unísono con la agenda de Washington, ignorando por completo las diversas prioridades y grandes estrategias que tienen los diferentes países. Estos intereses suelen entrar en conflicto con la visión estratégica de Washington.

Además de los problemas creados por la cuestión de Rusia, la OTAN se enfrenta a problemas internos entre sus Estados miembros. Por ejemplo, Turquía y Grecia —ambos miembros de la OTAN— se enzarzaron en 2020 en una disputa sobre las reivindicaciones energéticas en el Mediterráneo oriental. Francia se planteó enviar buques de guerra e imponer sanciones a Turquía si continuaba la escalada con Grecia en ese momento. Al final se impuso la cabeza fría.

Incluso con respecto a China, que muchos en el bloque de Washington empiezan a considerar el principal desafío estratégico de América, los miembros de la OTAN no están en la misma página. Por ejemplo, en el verano de 2021, Hungría bloqueó la declaración de la Unión Europea que criticaba la ley de seguridad nacional de China en Hong Kong y se ha abierto a la inversión china. Polonia, un aliado clave en el ruido de sables de Washington contra Rusia, no participó en el boicot diplomático a los Juegos Olímpicos de Invierno e hizo que el presidente Andrzej Duda se reuniera con el líder chino Xi Jinping.

Las realidades fluctuantes, tanto en el frente interno como en el internacional, podrían hacer que un cambio sustancial en la política exterior europea sea una posibilidad no tan descabellada. Al fin y al cabo, el descenso de los Estados Unidos a la locura woke, unido a sus insostenibles políticas económicas, lo situará en la senda de la inestabilidad socioeconómica, convirtiéndolo en un socio menos atractivo con el que alinearse. Con tantos problemas en casa, Estados Unidos tendrá problemas para dedicar recursos a sus travesuras internacionales.

La posible desintegración de la alianza podría marcar el principio del fin de la supremacía geopolítica estadounidense y dar paso a una nueva era de mayor competencia, con países que tienen visiones distintas para el comercio, la política exterior y el arte de gobernar en general, algo que debería haber ocurrido hace tiempo. La vasta huella militar de los Estados Unidos ha hecho muy poco para defender los intereses de los americanos medios, pero ha engordado los bolsillos de la industria de la defensa y ha mantenido a muchos autoproclamados «expertos» en política exterior empleados en los grupos de reflexión de Washington.

Además, la desintegración de la OTAN incentivaría a los países a seguir una política exterior más independiente y a empezar a tomar los asuntos de defensa en sus propias manos, como debería hacer cualquier nación que se precie de soberana.

Por José Niño