El historiador Fernando Paz es uno de esos hombres cada vez más inhabituales que reúnen en sí la inteligencia necesaria para hallar verdades que a otros se nos escapan y el coraje para defenderlas dondequiera, también en territorio comanche. Eso le ha granjeado muchos detractores, cierto, pero sobre todo un nutrido número de seguidores que ven ávidamente sus programas de televisión y devoran sus libros. Paz me recibe en los estudios de 7NN para hablar de su nuevo libro (¡Despierta! Cómo las élites están controlando el mundo) y yo, entrevistador, no puedo más que agradecer la —atípica— franqueza de sus respuestas.
¿Por qué decide usted, historiador, escribir un libro tan apegado a la actualidad como éste?
Para arrojar luz sobre lo que está pasando, darle una explicación, encontrarles un vínculo a todos esos fenómenos aparentemente inconexos que se están dando. Por decirlo más claramente: para darle un sentido a lo que está ocurriendo.
¿Qué es lo que está ocurriendo y cuál es su sentido?
Hay un plan diseñado para controlar a la gente, a la humanidad.
¿Quién lo ha diseñado?
Los globalistas. Y, si la pregunta es quiénes son los globalistas, lo primero que deberíamos puntualizar es que no constituyen un frente unido, homogéneo, que conspira y que tiene clarísimo lo que desea hacer. Más que eso, mucho más que eso, es una confluencia de intenciones. Hallamos una miríada de grupos con intereses distintos pero complementarios. Un globalista como Gates y otro como Soros pueden disentir en su valoración de la China actual —la del primero es positiva y la del segundo, negativa—, pero coinciden en asuntos más importantes.
¿Por ejemplo?
Todos los globalistas pretenden acabar con dos cosas: la libertad y la identidad del hombre concreto. Cómo acabar con la libertad lo estamos viendo. Con confinamientos, pasaportes COVID, vacunaciones obligatorias…
¿Y con la identidad?
La idea es que la gente pierda sus lazos orgánicos, su identidad, aquellas instituciones que nos permiten interpretar el mundo. Se trata de que perdamos el sentido de la familia, el sentido de la patria, el sentido de la cultura.
Que no haya nada entre el individuo y el poder, entiendo.
Eso es. Que no haya ninguna instancia de mediación y que las personas no puedan agruparse de una forma más o menos espontánea. Quieren individuos aislados y desarraigados.
¿Para qué? Para qué esa abolición de la libertad y de la identidad, digo.
El propósito, primero, es convertir el mundo en una aldea global, sin barreras, sin límites, sin peculiaridades, homogéneo todo él. También lo es reducir la población mundial. Las élites globalistas, organizadas en torno a instituciones como el Consejo de Relaciones Exteriores (Council on Foreign Relations), el Foro de Davos y el Club Bilderberg, quieren que seamos menos. Bill Gates, por ejemplo, lleva muchísimo tiempo alabando la política china de hijo único obligatorio alegando que así se reducen las emisiones de CO2.
Se entiende cuáles son sus propósitos —neomalthusianos—, pero no se entiende cuáles son sus motivaciones. ¿Las élites económicas impulsan estos cambios porque eso les va a permitir ganar más dinero?
No lo creo. No necesitan más dinero. ¿Para qué van a desearlo? La idea de que el dinero mueve el mundo es pequeño-burguesa, una idea de los que pelean por tener dinero porque no lo tienen y porque tenerlo les dará seguridad.
Entonces, ¿cuál es la motivación?
El poder, primero. El poder es, en gran medida, lo que mueve el mundo. Si desean más dinero, es porque eso se traduce en más poder, en más capacidad de influencia.
¿Sólo poder?
No, no sólo. No podemos llegar a ser tan cínicos. El poder no es lo único. También está la ideología. Los globalistas tienen una visión del mundo. Una visión perversa y falsa, pero una visión al fin y al cabo. Lo hemos dicho antes: ellos tienen una interpretación neomalthusiana del mundo que se concreta, que se encarna, en ese proyecto político que conocemos como globalismo: control y disminución de la población global, eliminación de las barreras, destrucción de los lazos orgánicos y de la libertad.
¿Se trataría, por tanto, de imponer un mundo así?
Exacto. Y están dispuestos a sacrificar a quien haga falta para hacer triunfar su ideología, lo cual tampoco es nuevo en la historia del mundo. Ha habido un sinfín de regímenes dispuestos a imperar a través de los mecanismos que fueren necesarios. Y no sólo por una voluntad poder, de simple y vacío poder, sino fundamentalmente por el afán de imponer una interpretación del mundo. Los gobiernos comunistas han llegado a destruir a su propio pueblo para hacerlo. Véase el caso de la Unión Soviética, que arrasó la base campesina para que lo industrial prevaleciera.
Pero esa interpretación del mundo, o la vida que desean para los demás, no la desean para sí. En el libro compara a los globalistas con los traficantes de drogas.
Claro. Nos destinan a un tipo de vida que no es el suyo y que nunca va a serlo.
O sea, ninguno de ellos se va a privar de comer carne o de viajar en avión.
Al contrario. Las dos personas que más contaminan en el mundo, según mediciones fiables, son Al Gore y Bill Gates y, sin embargo, ambos predican el fin de los viajes en avión por lo muchísimo que contaminan. De hecho, en Francia ya se han prohibido los vuelos que puedan sustituirse por viajes de ferrocarril de menos de dos horas y media. Ya estamos en eso. No es una entelequia, tampoco el pronóstico de un futuro que verán nuestros nietos y nosotros no. Ocurre exactamente lo mismo con el tema de la carne. Nosotros no comeremos carne, pero ellos sí. Nosotros comeremos esa carne sintética que nos prepara Bill Gates, el principal terrateniente de Estados Unidos en este momento…
Ha invertido bastante dinero en eso, ¿no?
Sí. Pero su objetivo no es hacer negocio; su objetivo es torcer la voluntad de los seres humanos y convencerlos, recurriendo al cambio climático, de que no tenemos planeta B y de que, por tanto, deben comer alfalfa.
Mencionaba antes la prohibición de los vuelos intraestatales en Francia. Llama la atención hasta qué punto el Estado, el poder político estatal, está subordinado a los intereses de esas élites. De hecho, es el Estado el que adopta la legislación necesaria para que los designios de la oligarquía prosperen.
La característica esencial de lo que está ocurriendo es una invasión privada del espacio público. Estamos asistiendo a una privatización de lo público. Y los Estados están al servicio de las fundaciones privadísimas de los grandes multimillonarios norteamericanos. Esto es así. La legislación que adoptan los Estados y los organismos públicos es la que más conviene a esos grandes intereses.
El caso de la OMS es paradigmático.
Sí. Era una organización integrada por las naciones, que la presidían y ocupaban algunos de sus órganos rotatoriamente. Los filántropos y los intereses privados apoyaban financieramente las decisiones adoptadas por estas naciones. Aquello era una asamblea de Estados. Hoy la situación ha degenerado: nos encontramos con que la OMS está financiada mayoritariamente por particulares y que los Estados se limitan a ejecutar las políticas que esos particulares imponen.
¿Quiénes son esos particulares?
La Fundación Bill y Melinda Gates, muchísimas otras fundaciones que están intervenidas por la primera y las farmacéuticas, claro. Si tenemos en cuenta que las farmacéuticas también están en manos de Gates, reparamos en algo especialmente perturbador: que es el propio Gates quien controla la política sanitaria mundial.
Sí es perturbador, sí.
Luego tenemos el Foro de Davos, del que emana la Agenda 2030. Cuando vemos a todos esos políticos con el pin de la Agenda 2030, sabemos que son títeres del Foro de Davos, es decir, del supercapitalismo.
Todo parece —cáptese la ironía— escrupulosamente democrático.
Es rotunda y manifiestamente antidemocrático, claro. La consecuencia de la privatización del espacio público es que la expresión de la voluntad popular mediante el sufragio ha desaparecido. Consideremos el caso de la Unión Europea. Las decisiones importantes se toman en Bruselas, y las toman una serie de organismos integrados por miembros a los que no ha elegido nadie, absolutamente nadie, y a los que no hay modo de pedirles cuentas.
La democracia, por tanto…
Han convertido la democracia en una farsa, en un formalismo del que el hombre corriente participa, como mucho, eligiendo a los gestores de las decisiones que toman otros. Él, el hombre corriente, ya no toma ninguna decisión relevante. Su país ya no tiene soberanía; no pinta nada; las decisiones las toma Bruselas. La democracia es hoy la coartada de los bribones, la coartada de los que mandan, del globalismo. No es ni la sombra de lo que debería ser.
¿Qué papel desempeña la pandemia en todo esto?
La pandemia ha acelerado los procesos. Lo reconocen las mismas élites y sus títeres. El propio Pedro Sánchez reconoció en el Congreso de los Diputados —en abril de 2020, si no recuerdo mal— que la pandemia había permitido «implementar» procesos que habrían llevado mucho más tiempo en condiciones normales. De hecho, en una nota de prensa convenientemente eliminada, se hablaba de los «objetivos» de la pandemia. Tal cual.
Esto apunta a una pandemia diseñada.
Si la pandemia fue provocada o no es, en mi opinión, un tema menor. La gente se enzarza en él, pero no tiene demasiado sentido. Lo más probable es que el SARS CoV 2 se escapara de un laboratorio. Los escapes de laboratorio son más habituales de lo que la gente piensa; todos los años se cuentan por cientos. Pero este no es el único motivo por el que el origen del virus es un tema menor.
¿Cuál es el otro?
Si todo esto, la pandemia, no hubiera ocurrido cuando ocurrió, habría sucedido en invierno de 2022, en verano de 2023… Habría ocurrido igualmente.
¿Intencionadamente, esta vez sí?
Con toda probabilidad. Sabemos por antiguos dirigentes de la OMS que las farmacéuticas llevaban más de una de una década presionando para que la organización declarase una pandemia.
¿Con qué propósito?
Económico, claro. Las vacunas han incrementado sustancialmente los beneficios de estas empresas. Pero no sólo. ¿De qué otro modo se puede encerrar a todos los hombres del planeta en sus casas? Es algo verdaderamente increíble: si nos lo hubieran contado, no lo habríamos creído. La pandemia ha conseguido lo que ni siquiera una guerra consigue: un confinamiento total.
Sin fundamento sanitario alguno, por cierto.
Fernando Simón reconoció hace unos meses, en febrero, que se decretó el confinamiento porque no se sabía qué otra cosa hacer.
Por si acaso, todos encerrados.
En la Declaración de Barrington, miles de científicos se opusieron a los confinamientos alegando que no sólo son nocivos desde el punto de vista económico, sino también desde el sanitario. Se sabía desde el principio que tomar vitamina D era indispensable para evitar los contagios. Hay una relación directísima entre la enfermedad y los niveles de vitamina D. ¿Y cómo se toma fundamentalmente esta vitamina? Con la exposición al sol.
Pues, en lugar de sacarnos a la calle, nos metieron en casa.
Da mucho que pensar. Yo no digo que lo hayan hecho adrede, para matar gente. Pero, desde luego, alguien debería rendir cuentas por esto. Si sabían que la vitamina D era importante para reducir los contagios y que ésta se adquiere muy fundamentalmente con la exposición al sol, ¿por qué encerraron a la gente en casa?
Quizá para matar a gente no, pero sí para ver cuánto podían tensar la cuerda.
Posiblemente. Hay una novela, Estado de miedo, en la que se relatan las aventuras de unos científicos que, siguiendo las órdenes del gobierno británico, impusieron a sabiendas un estado de auténtico terror entre la población.
¿Cómo?
Tomando medidas absolutamente exafgeradas. Recordemos. Aquí nos hemos dedicado a desinfectar picaportes, limpiar la suela de nuestros zapatos al regresar de la calle… Bueno, de hecho, todavía mantenemos la costumbre casi maniática de echarnos ese maldito gel hidroalcohólico que, por cierto, destroza la dermis. Y, aunque no sea obligatorio llevar mascarillas al aire libre, aunque de hecho esté desaconsejado, la gente sigue llevándolas. El motivo es una política de terror.
Quizá lo más preocupante sea que, para desencadenar estos cambios deseados, no haya hecho falta algo semejante a la peste negra; que haya bastado con un virus cuyos efectos son apenas perceptibles en la realidad, más allá de las televisiones.
Consideremos la sobremortalidad del año 2020: sólo hay 70.706 muertos más que en años anteriores. De esas personas, aproximadamente un treinta o un treinta y cinco por ciento —según la valoración de los colegios de cardiólogos y oncólogos— habrían fallecido como consecuencia de las dificultades para ser atendidos por el colapso de la administración sanitaria. Muertes que no tienen nada que ver con el SARS CoV 2, y sí con ataques al corazón, con el desarrollo de canceres no tratados, etc.
La cifra de muertes por coronavirus mengua sustancialmente.
Nos quedamos con una cantidad de personas que oscila entre cuarenta y cinco y cincuenta mil. Vamos a decir cincuenta mil, para que nadie me acuse de exagerar. Eso, en un país de cuarenta y siete millones de personas, significa que ha muerto una de cada 950 personas. Si eso es para colapsar un país, para entristecer a una sociedad entera, para encerrarla, que venga Dios y lo vea. Es injustificable de todo punto.
Menos grave, y más reveladora, es la proporción en el conjunto del mundo.
Hay cuatro millones de muertos, y aseguro que son cifras infladas. Por ejemplo, en el caso español, las administraciones públicas ―la gallega, sin ir más lejos― han considerado muertes por coronavirus las muertes de pacientes que dieron positivo en una PCR antes de fallecer. Daba igual que la causa de la muerte fuese otra… Para las estadísticas, eran muertos por coronavirus.
Obviando, además, la falibilidad de las PCRs como método de diagnóstico.
Y no sólo la falibilidad, que por supuesto. Es que las autoridades españolas reconocen sin demasiados reparos que aquí se han hecho PCRs a cuarenta ciclos, cuando la OMS recomendaba hacerlos a no más de veinte. Además, como la propia revista The Lancet acepta, es posible que un setenta y cinco por ciento de las PCRs que arrojan un resultado positivo lo arrojen erróneamente. No sabemos cuántas personas han muerto por SARS CoV 2, no sabemos cuánta gente ha sido ingresada por SARS CoV 2, no sabemos cuánta gente se ha contagiado de SARS CoV 2. Con ese nivel de falibilidad, ¿qué sentido tiene afanarse en detectar el SARS CoV 2? Sólo el de forzar las estadísticas.
¿Para qué?
Para justificar la vacunación masiva de la gente.
¿Ése era el objetivo principal?
La vacunación masiva como paso previo al pasaporte COVID, que, a su vez, nos asemeja un poco más a China. Los ciudadanos chinos tienen una especie de carné por puntos. Y no sólo los pierden por criticar al Partido Comunista y sus políticas, no, sino también, por ejemplo, por cruzar la calle en un lugar indebido.
¿China es el modelo?
Sí. El objetivo de los globalistas —y el de Bill Gates clarísimamente— es convertir el mundo en una gran China. ¿Por qué? Porque representa la feliz coyunda del comunismo y del capitalismo. Allí hay un Partido Comunista monolítico, de pulsiones totalitarias, que, al tiempo que controla asfixiantemente a la población, promueve un régimen económico capitalista. El proyecto a nivel global es, pues, el de un capitalismo transnacional regido por unas oligarquías.
¿Los demás debemos aceptar este proyecto como un destino? ¿O hay motivos para la esperanza?
Está claro que hay que rebelarse, pero debemos hacerlo prescindiendo de ciertas visiones sectarias, conspiranoicas y apocalípticas, de esas actitudes grotescas que no le hacen ningún favor a la causa. Habrá esperanza si somos prudentes y audaces.