Entre la gracia y la sombra: el legado agustiniano en el pontificado de León XIV

La conversión y la vocación no son abstracciones: nacen de la intimidad con Dios y de la experiencia del amor que transforma

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Por desgracia, no están los tiempos para más ligerezas: lamento estrenarme en esta casa del mismo modo en que, hace poco más de cien días, un tal Prevost, desde las sombras providenciales del cónclave, hizo resonar su nombre papal, León XIV. Muchas son desde entonces las novedades. En un pontificado todavía reciente y que se avecina largo, debemos atender a los símbolos: si a todos nos sobrecogió la elección de un título marcado por la referencia a León XIII y a su Rerum Novarum, resaltando el compromiso de la institución por la justicia social en la era de la revolución digital y los desafíos de la inteligencia artificial, no debe sorprendernos menos la condición agustina y la espiritualidad agustiniana cifradas en su escudo.

Al hablar de San Agustín hablamos, me temo, de palabras mayores. «Se puede afirmar que todo el pensamiento de la Antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores», afirmó rotundamente Pablo VI. Benedicto XVI compartía la admiración y le dedicó un ciclo completo de catequesis. San Agustín se alza, en definitiva, como uno de los pilares indiscutibles en la doctrina y tradición de la Iglesia: su reflexión sobre la gracia y el pecado original o su concepción de la historia en de De civitate Dei son solo algunos ejemplos destacados.

Su vigencia en algunos círculos dominados por los paradigmas intelectuales de nuestra época nos sigue sorprendiendo: en el terreno educativo, todavía se le hace un hueco en la Historia de la Filosofía de 2º de Bachillerato; por lo que respecta a la Academia, tuve la suerte de escuchar —a duras penas lo creía— que la Patrística del siglo IV, que San Agustín encabeza, tuvo una repercusión equivalente, pero olvidada, a la Atenas del siglo IV a.C. Al mismo García Calvo, uno de los grandes de la filología clásica en España, no le temblaba el pulso en afirmar que con él tuvimos una de las mentes más preclaras de toda la historia.

Pero, como tanto recordaba Benedicto XVI, el cristianismo, aunque requiera fundamentación racional e implique una doctrina moral, es ante todo un encuentro personal con Cristo. San Agustín testimonia ambos aspectos. A ello nos remite el corazón ardiente del escudo papal y las Confesiones: «Sagittaveras tu cor meum charitate tua» («Has herido mi corazón con tu amor»). Esto nos recuerda que la conversión y la vocación no son abstracciones: nacen de la intimidad con Dios y de la experiencia del amor que transforma. O, como recordó el pasado 28 de agosto el Papa: «La vida y el testimonio de San Agustín nos recuerdan que cada uno de nosotros ha recibido dones y talentos de Dios, y que nuestra vocación, nuestra realización y nuestra alegría nacen de devolverlos en amoroso servicio a Dios y a los demás». Y todo ello, desde la unidad: «In Illo uno unum».

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