Las unanimidades son sospechosas y, en muchos casos, muestran una preocupante falta de reflexión. Uno de los múltiples problemas a los que nos enfrentamos en occidente es el pensamiento prêt-à-porter que fabrican los medios generalistas (salvo honrosas excepciones a la contra de la línea editorial del diario, la emisora o la plataforma de turno).

Lo hemos visto durante la pandemia, que ha desaparecido del mapa por arte de magia o, más bien, por arte de Ucrania. Durante meses hemos soportado consignas y mantras que poco tenían que ver con la ciencia, pero daba igual. Había que repetir ciertos argumentarios sin parar. Todo con tal de no asumir errores en la matriz.

Desgraciadamente, con la invasión del país eslavo volvemos a las andadas. La simplificación y la ausencia de contexto es pasmosa. Pareciera que no podamos vivir sin clivajes. Sin los «hijos de Putin» y el héroe Zelenski. Sin el tiránico zar psicópata contra el sufrido pueblo de Ucrania. Por supuesto, ese pueblo sufre, como otros, y luchará por lo que entiende como propio. Sin embargo, pienso si no sería mejor no caer en esta especie de histeria colectiva que nos ha atrapado desde el inicio de las hostilidades.

Marx dejó escrito que la historia se repite: «La primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa». Ya pueden colgar en Twitter fotos de Chamberlain y frases del mitificado Churchill. No terminaré de creerme que estamos en 1939. Putin no es Hitler, pero tampoco Stalin. A pesar de lo que digan la doctrina de la escuela liberal turolense y el pretérito diario conservador.

No ocultaré, sin embargo, que hay otros puntos de vista más interesantes. Nos dicen que Vladimiro quiere acabar con el orden mundial surgido con la victoria de 1945. La única pega es que ese orden (elástico) construye equilibrios internacionales muy delicados e implica que sólo algunas potencias tienen la legitimidad de interpretarlo e imponerlo. Parcialmente mutilado de su origen romano (y cristiano), el Derecho de gentes es la ley del embudo en su máximo esplendor. Lo hemos visto en múltiples ocasiones. En el supuesto de agresión internacional, la posterior condena e indignación dependerán de la amenaza que represente el agresor para los intereses de algunas potencias que, sirva el ejemplo de este conflicto, no siempre coinciden con los nuestros.

Para las presentadoras de lágrima fácil y programa de entretenimiento vespertino no estaría de más recordar (otra vez) que la guerra no comenzó hace dos semanas, sino en 2014. En ocho años a nadie le ha importado un comino la suerte del Donbás y los más de 14.000 muertos causados con la inestimable ayuda del gobierno ucraniano y el apoyo bélico estadounidense que, hoy, ya suma 2.700 millones de dólares según el diario Le Monde. Apoyo que también se extiende a cuerpos de ejército ucranianos con tendencia al neonazismo que, en circunstancias corrientes, haría pedir las sales a la respetable comunidad internacional y a liberalios diversos. Tampoco nos ha escandalizado el incumplimiento de los acuerdos de Minsk, o la presencia de filántropos acompañados de gerifaltes de la Organización USAID que asumen su influencia ideológica en Ucrania.

Putin no es ningún mirlo blanco. Agresión ha habido y ahora sólo hay que esperar que dure lo menos posible. Pero la máquina ya está lanzada y una se pregunta si, en el fondo, existió voluntad real de rebajar la tensión o sólo se trató de provocar y no ofrecer salidas. Biden sabía, a tenor de unas declaraciones —fácilmente disponibles— que realizó en el contexto del Acta Fundacional Rusia-OTAN del año 1997, que la única manera de forzar al enorme país eslavo a una guerra era expandir la organización militar hacia el este. ¿Ha hecho el futuro premio Nobel de la Paz algún esfuerzo para que esto no acabara así? Permítanme que lo dude. El mesianismo democrático, que ahora se traduce en agendas y hojas de ruta, es un totalitarismo más.

Pero con tal de fastidiar al ruso, todo vale. Incluso nuestra ruina. Y es que es incomprensible el castigo, por vía del estrangulamiento económico, a un país de cuya energía dependemos. No hace falta haber leído a Sun Tzu: cuando uno pretende ir al enfrentamiento con un tercero, es mejor no estar en posición de debilidad. Lo inteligente es prepararse y esperar el momento oportuno para plantear batalla. Es puro sentido común, salvo para nuestros sagaces jerarcas europeos. Por la bagatela de los trescientos mil euros anuales que nos cuestan (si no más), lo mínimo sería exigirles que supieran este tipo de cosas. Ahora, no imputemos a la ignorancia lo que, probablemente, no lo sea.

Para finales de año pretenden limitar a un tercio la dependencia europea del gas ruso. ¡A buenas horas! Pero aun así, como dice Borrell, seguimos financiando la guerra a Putin en forma de reservas. Ahora toca envainársela con Maduro, petróleo obliga. Y para el gas, ¡sorpresa!: USA estaría en condiciones de vendérnoslo más caro. Todo sea por la democracia y los derechos del hombre. No me digan que no es berlanguiano. Ante la evidencia, no caben más que tres posibilidades: o bien nuestras élites políticas no son más que meros subalternos de Estados Unidos, cosa que nos obligaría a conocer mejor la fundación de eso que ahora se llama UE; o bien son francamente incompetentes, cosa que nunca puede descartarse; o bien buscan de forma consciente nuestro empobrecimiento y les importamos un rábano, cosa que me inspira cosas que es mejor no dejar por escrito.

Mientras Marruecos y Hungría se han dado mus en esta mano, nosotros envidamos a chica sin pares ni juego. Todo lo fiamos a las cartas de nuestro compañero de mesa. España, una potencia mediana, no nuclear y de escasa influencia exterior, sólo tiene las de perder en este conflicto. Nuestro problema estratégico se encuentra en la frontera sur y nadie nos va a ayudar en un mal trance, pero ahí andamos gracias a nuestros «socios»: haciendo cosquillas a un gigante al que estamos echando en manos de China, del que Europa depende en un 40% y que tiene capacidad para sobrevivir dos años en autarquía. Hemos privado al pueblo ruso de Netflix, Zara, Saint-Tropez y demás chucherías, algo que no hará más que reforzar su espíritu. Eso sí, para el pago del gas no les hemos sacado todavía del sistema SWIFT. Somos masocas, pero tampoco hay que exagerar. Recemos para que no cierren el grifo, cosa con la que ya están amenazando.

En conclusión, los mismos cuya lista de tropelías sería imposible citar aquí, son los que se rasgan las vestiduras por la invasión de Ucrania. La patada que nos van a dar en el trasero del ruso va a ser de antología. Antes todo era culpa del COVID, ahora todo será culpa de Putin. Ucrania es el juguete de unos desalmados, nuestra ruina continúa con un cambio de escenario y la gente sigue aplaudiendo a los tramoyistas.