Una de las cosas más bonitas de esto de las películas es que cada uno viene con su propia historia de casa. Y que uno venga habiéndose quedado con la chica, otro teniendo que renunciar a ella, una que no cree en el amor y otra con un buen constipado, hace que las interpretaciones, las lecturas de lo que nos han contado en la pantalla, sean en cada uno diferentes, únicas, pero transmisibles si la conversación es buena, desde luego.

El pasado sábado, el Maestro Garci publicó en sus Telegramas cinéfilos una interpretación sobre Ethan Edwards y Centauros del desierto que me dejó un poco descolocado. Garci explica que «Debbie, la niña de nueve años raptada por los apaches, no es la sobrina de Ethan, sino su hija, y que tanto él como la madre, Martha (la esposa de su hermano Aaron), siguen amándose incluso más que cuando se conocieron». A eso añade que «Ethan decidió, antes que enfrentarse a su hermano y, probablemente, matarlo, abandonar el rancho, desaparecer, irse». Lean la columna, por el amor de Ford. Es brillante. Es Garci.

Yo acostumbro a ver la vida muy parecida a como la cuenta José Luis. Es mi educación sentimental y le debo gran parte de mi escasísimo conocimiento cinematográfico y, claro, también de la enorme pasión que siento por el cine. Por eso enfrentarme a decir lo siguiente hace que me tiemble un poco la mano, pero allá va: no estoy de acuerdo con su punto de vista, parcialmente, es cierto, pero no estoy de acuerdo con la interpretación que hace el cowboy. Y es que no creo que Debbie sea la hija de Ethan. Lo demás, ya digo, chapó. Pero no puedo concebir a esa chica como la hija de Ethan Edwards.

Supongo que la madurez le va llegando a uno cuando es capaz de expresar un punto de vista personal y fundado, con sentido común y del gusto, del buen gusto, quiero decir. Y en este caso, lo que siento, de verdad, es que Debbie no era la hija de Ethan. No sé si puedo razonarlo porque es una especie de corazonada, y ya saben que las corazonadas no dejan de ser eso, golpes del corazón, coup de cœur, que dicen los franceses.

En fin, que lo que brota de Ethan no es un amor paternofilial ni la sed de venganza por una hija capturada. Lo que surge en Ethan es tristeza, camuflada con ira y esos deseos de venganza, oculta bajo la fatiga de la persecución. Es la tristeza por la pérdida de lo único que queda con vida de su amada Martha. Probablemente aquella chica tenía sus ojos, o su nariz, o sus manos, quizá tenía lo que a él le hizo enamorarse de su madre. Ethan quiere a Debbie porque ama a Martha. Porque él vivía en el recuerdo perpetuo de ella, que calmó con el regreso a casa, y que después vio frustrado por el ataque comanche y asesinato de lo que más quería. Él no se fue por no enfrentarse a su hermano. Él sabía que ella estaría mejor con Aaron, que su sitio no era aquel, que la felicidad de Martha era su familia y no el amor de su vida. Los amores más difíciles no son los platónicos, ni los no correspondidos. Los amores que más duelen, los más sentidos, los que más pesan, son los que, siendo correspondidos, son imposibles.

La tristeza de Ethan se transforma en ternura al final, cuando recupera a Debbie, cuando la salva. Ethan no ve a la mujer de un comanche, vuelve a ver a Martha. Ethan, en cierto modo, se salva. John Ford lo ha expuesto todo, no ha hecho trampas. Y si no, piensen en la escena con Ward Bond, esa en la que Martha huele el capote de Wayne y él aparece para darle un beso en la frente. Un beso en la frente, la ternura por antonomasia. En fin, que lo único que le queda, llegados a este punto, es devolverla al hogar, velar por ella. Porque cuando uno quiere tanto a una mujer, el cariño y cuidados que le tiene son proyectados en los seres por ella queridos. La vida de Ethan le pertenece a Martha y, ahora, a Debbie.

En Centauros del desierto consigo llegar sin llorar hasta el final. El nudo comienza a formarse cuando John Wayne desciende del caballo y toma a Debbie en brazos. «A man will search his heart and soul» dice la canción. Laurie corre hacia su amado Martin Pawley. Mose Harper ha conseguido su mecedora y se pone la enorme chistera que le cubre hasta la nariz. Las lágrimas comienzan a caer cuando Ethan, calmado, entrega a Debbie a los Jorgensen, que entran con la chica en casa. Tras ellos lo hacen Martin y Laurie de la mano, enamorados. Ethan mira ese hogar, su pañuelo se mueve por el viento, se coge el codo con la mano, y entonces se gira, baja del porche y camina hacia alguna parte. Sólo él sabe a dónde va. Quizá, ni siquiera lo haya pensado aún. Lo que tengo claro es que no será muy lejos, estará en ese lugar donde no se note su presencia, pero donde tampoco se sienta la ausencia. Ethan estará en su sitio.