Europa vuelve a mirarse en el espejo de su frontera sur. El último Annual Risk Analysis de Frontex, publicado este verano, pone negro sobre blanco lo que muchos intuían y pocos quieren reconocer: la inmigración irregular no es sólo un desafío social o económico, sino un riesgo de seguridad de primer orden.
Los especialistas de la agencia comunitaria admiten que las mafias que controlan las rutas hacia España, especialmente desde Argelia, han perfeccionado sus métodos hasta el punto de garantizar que las embarcaciones lleguen a las costas baleares. En estos viajes existe la posibilidad de que criminales, saboteadores o incluso terroristas se mezclen con los flujos migratorios y entren en Europa sin ser detectados, como ha ocurrido en numerosas ocasiones.
Especialmente sangrante es el ejemplo de Marruecos. Es conocido el abultado número de indultos que Mohammed VI lleva a cabo. Muchos de los beneficiados acaban en Europa, siendo España el primer destino de entrada.
Lo paradójico es que la propia Unión Europea dispone de la inteligencia necesaria para prever estas dinámicas. Frontex advierte, alerta, contabiliza, mapea rutas. Pero después, las instituciones comunitarias y los gobiernos nacionales parecen mirar hacia otro lado o, peor aún, aplicar políticas que en lugar de frenar el fenómeno lo consolidan.
La nueva ruta argelina
El caso de Baleares ilustra bien esta contradicción. Hasta hace pocos años, la presión migratoria se concentraba en Canarias o en la valla de Ceuta y Melilla. Hoy, el archipiélago balear se ha convertido en un nuevo frente de Europa. El cambio no es casual: llegó justo después del giro de Pedro Sánchez en el Sáhara Occidental y la ruptura diplomática con Argelia. Desde entonces, las salidas de cayucos desde sus costas se han disparado, pasando de apenas 500 llegadas anuales a más de 6.000 en 2024 y con previsiones de hasta 13.000 este año.
Es decir, Argelia también usa la inmigración como arma. El mismo país que ahora se convierte, junto a Italia, en uno de los proveedores de gas clave para el centro del continente. España ocupaba antes esa posición de aliado estratégico. Cabe preguntarse quién, qué, por qué, cómo, cuándo y dónde se decidió que esto ya no fuera así.
Las cifras son escandalosas, pero las consecuencias son aún peores: saturación en los centros de acogida, recursos locales desbordados y una población —la española— que se siente abandonada por Madrid y Bruselas. Mientras tanto, los cayucos siguen llegando con puntualidad casi matemática, muchos pilotados por lanchas rápidas capaces de cubrir la travesía en ocho horas.
Las mafias, que cobran hasta 7.000 euros por plaza, no sólo trasladan a migrantes desesperados: también ofrecen una autopista encubierta para quienes quieren entrar en la UE con fines menos inocentes. ¿Quién puede permitirse pagar estos precios? ¿Son realmente los pobres que no tienen nada los que ahorrar tal cantidad de dinero que es casi imposible para una familia media española o alguien está abonando el tícket de sólo ida?
Libia —otrora país estable con Muammar Gaddafi—, por su parte, se mantiene como epicentro de las rutas hacia Italia. Allí, las mafias operan con total impunidad, alimentadas por la fragmentación del país. Y en el Sahel, la combinación de violencia yihadista, Estados fallidos y compañías militares privadas convierte la región en un polvorín. Los recientes golpes de Estado en el África francófona así lo demuestran.
Otra de las alertas del informe pasa desapercibida en el debate público: el creciente uso de rutas aéreas. Los aeropuertos secundarios en los Balcanes o en Oriente Medio son ahora trampolines para entrar en Europa con pasaportes falsos o visados manipulados. Y con la nueva política migratoria de Washington —más dura en su frontera sur—, es previsible que parte de los flujos de venezolanos, cubanos o colombianos se redirijan hacia Europa.
A este respecto, Frontex no menciona el acuerdo que se firmó con Joe Biden para que Europa acogiera a los inmigrantes no deseados por los Estados Unidos. La periferia del imperio se convierte de nuevo en una región-cárcel, como antaño Australia con los ingleses.
La contradicción europea
Lo que más sorprende del análisis de Frontex no son tanto los datos —contundentes, pero ya conocidos—, sino la incoherencia política que revelan. Si Bruselas sabe que las mafias perfeccionan sus métodos, que Argelia se ha convertido en un corredor hacia Baleares y que incluso el aire se ha vuelto una frontera porosa, ¿por qué la respuesta es siempre más «solidaridad» y más reparto obligatorio entre regiones?
La UE diagnostica con precisión quirúrgica los problemas, pero cuando llega el momento de aplicar remedios, se limita a parches administrativos o a discursos moralistas. Los retornos efectivos siguen siendo mínimos, los países de origen no colaboran y los Estados miembros, saturados, ven cómo sus advertencias caen en saco roto.
Por si fuera poco, la exministra de Exteriores alemena, Annaelena Baerbock, en su última visita a Damasco para reunirse con el nuevo presidente-terrorista del país, no fue a pedir la repatriación de los «refugiados» sirios, sino a pedir más inmigración para Alemania. Y quien dice Alemania, dice Europa. El suicidio en tiempo real que muchos se niegan a ver.