Eeste domingo 23 de julio España se enfrenta a unas elecciones generales cruciales. Probablemente las más importantes de nuestra historia reciente. Aunque esto pueda resultar repetitivo por haberse comentado en otros comicios, lo cierto es que nos jugamos mucho.
Lo prioritario debe ser expulsar a Sánchez del palacio de La Moncloa. El rosario de motivos para desalojar a este sujeto de Moncloa es tan extenso que sería que sería imposible abarcarlos todos en estas líneas. Han sido cinco años de abundantes y continuos escándalos que la sociedad española ha ido tolerando con un conformismo bastante preocupante. Nunca antes España había conocido un gobierno tan nocivo para la unidad nacional, las libertades individuales y los derechos constitucionales.
El gobierno de Sánchez ha sido una anomalía democrática desde el primer momento. Una anomalía desde el instante en el que otorgó sillas en el Consejo de Ministros a comunistas confesos y abrió las puertas de la dirección del Estado a aquellos que quieren derruir el régimen constitucional y acabar con la nación española, entre los que se encuentran los herederos de una banda terrorista. Esto no es sólo una excepción en nuestra historia democrática; también lo es en nuestro entorno europeo.
Más allá de sus nocivos pactos, nunca antes nuestro país había vivido un proceso de degradación institucional, social y económica tan acelerado en tan poco tiempo. Es cierto que los gobiernos anteriores al actual no fueron precisamente ejemplares y pulcros en términos de regeneración democrática. Pero lo llevado a cabo por el actual ejecutivo carece de precedentes. Nunca antes un presidente se había atrevido a nombrar como Fiscal General del Estado a su ministro de Justicia. Tampoco ningún otro presidente había tenido la desvergüenza de colocar al frente del CIS a un miembro de la ejecutiva de su propio partido. Ni colocar como magistrado del TC a su anterior ministro de Justicia. La colonización de las instituciones del Estado ha sido absoluta, liquidando evidentemente la independencia de todas ellas. Ningún otro presidente tiene el dudoso honor de haber decretado dos estados de alarma inconstitucionales —pisoteando las libertades individuales de los españoles— y un cierre ilegal del Congreso de los Diputados.
No es cierto que España vaya como una moto —Sánchez dixit— en el terreno económico. Somos el único país de la zona euro que todavía no ha recuperado el PIB pre pandemia, mientras la deuda pública ha alcanzado récord histórico.
Por si todo lo anterior no fuese poco, Sánchez tiene sobre sus hombros el oprobio de haber indultado a quienes perpetraron el golpe de Estado en Cataluña, en contra del criterio del Tribunal Supremo, provocando tensiones nunca vistas entre el poder ejecutivo y el judicial. No dudó tampoco en modificar el Código Penal para rebajar las penas y beneficiar así a los condenados. Todo ello, para asegurar su estancia en Moncloa. Eso ha sido el sanchismo: todas las instituciones y recursos del Estado puestos al servicio de una persona para sus intereses particulares.
Honestamente, creo que no somos conscientes de lo que significa que exista una mínima posibilidad de que este sujeto continúe en el poder. Nunca un gobierno había despreciado tanto la legalidad y había erosionado tanto nuestro Estado de derecho. Cuatro años más con su persona en Moncloa significarían con toda probabilidad un referéndum de autodeterminación en Cataluña y País Vasco, la liquidación definitiva de los contrapesos democráticos y la argentinización de la economía española.
Por ello, todos los españoles de bien deberían acudir a votar el 23 de julio. Ese día se juega el devenir de España como nación y como democracia liberal. Estos últimos cuatro años, Sánchez ha traspasado determinados límites que deberían ponernos en alerta. A pesar de ello, muchos votantes de izquierdas acudirán a votar movidos por su odio a todo lo que suene a derecha. No podemos dejarnos llevar por los triunfalismos de las encuestas ni dar nada por seguro. Es mucho lo que nos jugamos.