Alfredo no es de este mundo. Lo era antes, cuando uno podía decirle a su cajero de confianza la cantidad de efectivo que quería sacar de la cartilla. Ahora siempre que va al banco echa de menos a Luis, ese empleado que se encargaba de hacerle todas esas gestiones. La conversión digital le ha empujado a prejubilarse. Hoy siempre que entra, le invitan a que realice la operación a través del cajero automático que custodia la entrada. Y claro, él —que no es tonto sino viejo—, se confunde. Es un hombre de la generación en la que se tenía don de gentes, en el que se escuchaba, empatizaba y hablaba. Valoraban el trato humano. Ahora no sabemos conversar con alguien más de diez frases conexas, pero somos expertos en redes sociales. Tenemos don de máquinas.

Una joven pareja queda a tomar un café. Conectan. No ellos, sino sus móviles. Miran atentamente, no sus ojos, sino las pantallas. Interactúan de forma intermitente a la par que amenizan su encuentro contestando a sus amigos en WhatsApp, compartiendo una storie en Instagram y actualizando su estado de Facebook. Más que una cita parece un cónclave digital. Cuando salen de la cafetería y se despiden cada uno camina sin mirar al frente, con la cabeza gacha. Pasan de la realidad, permanecen en estado de hibernación sumergidos en el metaverso.

Lo triste es que todo puede ir e irá a peor. Con un sistema que nos obliga cada vez más a refugiarnos en las ondas tecnológicas a través de un smartphone o un ordenador para poder pedir cita con el médico o algún organismo del Estado, todo evolucionará a una nueva dimensión cuando el mundo virtual de Mark Zuckerberg sea un hecho. Vamos a preferir estar en el espacio 2.0 en lugar de en lo natural. Les interesa sumirnos en un orbe legislado por los algoritmos para que seamos vulnerables. En palabras del experto en tecnología Flavio Barón: «Nos hacen perder sentido crítico y empatía por un mundo real. El metaverso, por tanto, es sólo una parte más de un entramado social en el que la gamificación de nuestra propia vida tiene infinitas posibilidades de control y manipulación de la población». Nos obligan indirectamente a depender de las nuevas tecnologías para hacer gestiones cotidianas con el fin de controlarnos con las IP de los dispositivos. Llegará un momento, incluso, que no tendremos otra alternativa que pagar a través del teléfono móvil con la desaparición del dinero físico.

La dependencia de las nuevas tecnologías es la mayor amenaza de nuestro tiempo. La nube debe ser un medio, no un fin en sí mismo. Vivimos la era —a pesar de que ya otros capos capitalistas como los Rockefeller abonaron el terreno— en la que unos multimillonarios excéntricos como sacados de películas de James Bond —que me corrija Iñako Rozas si patino— pretenden dominar sin disimulo el mundo que nos rodea. Mark Zuckerberg ansía crear un páramo dominado por él en el que todos queramos escondernos de nuestra anodina vida. Es un villano y el plan paralelo que está maquinando ataca directamente a las bases sociales. Vamos a acabar queriendo relacionarnos con los personajes ficticios antes que con los ciudadanos de carne y hueso. ¿Es que no es de ser aliado del mal anhelar erradicar los afectos y aprecios reales? ¿Acaso alguien con buena voluntad oculta que el uso de sus aplicaciones es lo que está detrás de muchos casos de suicidios? Da miedo. No nos damos cuenta porque llevamos años escuchando las bondades filantrópicas del fundador de Facebook. Como cuando donó en el 2017 el 99% de sus acciones de la compañía a causas benéficas. Estaba todo pensado. Hasta un servidor se estremeció al leer esa noticia en los medios. Ahora son pocos los que se percatan de esa cara oculta de la luna e incluso muchos se congratulan de los planes de Meta para el 2030. Ignoran la ambición de Zuckerberg que le situó en las quinielas como futurible candidato del partido Demócrata. ¿Por qué gobernar Estados Unidos cuando puede ser el amo del ultramundo con un solo chasquido?

Quizá por eso se toma las licencias de amenazar a Europa con el bloqueo del servicio en nuestro continente. Sabe que estamos alienados, que no podemos dejar de mandar mensajes de WhatsApp, de contarle a todo el mundo lo que hacemos por Instagram o de subir memes a Facebook. Que eliminen a Meta de nuestra vida es lo mejor que nos podría pasar.

De la nube también se sale. Escapemos de la virtualidad, recuperemos el gusto y el sabor de la realidad.