Aparte de los gurúes radiofónicos, otra figura caricaturesca del entramado mediático derechil es la del neocolumnista. Si hace más de medio siglo los escritores de prensa se trataban de maestro, se quejaban de lo franciscana que era la Falange de José Antonio y los muertos se les daban como a nadie, hoy el gremio recuerda a la sección de ocio de una revista femenina.
Ya no hay neocolumnista que no te venda un cóctel, un bar, una experiencia gastronómica, una exposición o que no nos cuente sus visitas a las librerías de viejo. La mixología es el arte fundacional de la prosa periodística actual, el Negroni su trago y el bar la unidad de destino en lo setentayochista. Con el extinto Balmoral empezó todo —imagino lo difícil que sería aparecer en el noble establecimiento con las Adidas gazelle o vestido de negro sin ser Loquillo o el limpiabotas— y hoy la cosa sigue por la madrileña ruta de los cardenales. A la camiseta de los Pixies le pone la franela.
«El otro día estuvieron aquí unos periodistas», me dijo hace poco un habitual de Richelieu. «Unos periodistas»… Imaginé la decepción que experimentaría el mago de los tres mil caracteres al oír algo semejante. Quedaría disecado como el urogallo que decoraba Balmoral. ¡Él, que se acerca con ropas curiales a la obra de Gistau! ¡Él, que por nosotros se lía los miércoles después de la presentación de un libro y por culpa de un malentendido acaba de farra con una exmocatriz! Y esto es importante, porque un neocolumnista no puede acabar alternando con cualquiera. Hay que trasnochar y trasegar con gente que tenga el sello de calidade gremial, que luego uno pueda nombrar en lo suyo para colocar tardeos interesantes o nocturnidades canallas —de mentirijillas— al suscriptor del periódico. Para tal menester son muy útiles los personajes de la vida cultural o sosial (un recuerdo para Cristina García Ramos) que el tiempo haya despojado de lo mistérico, que estén de vuelta o tengan su puntito underground. Si además se les puede gorronear algo, un chalé en la sierra, la presentación de un libro, unas cañas… lo que sea, mejor.
Dicho lo previo, no es la compañía lo que hace más reconocible al neocolumnista sino una supuesta oposición a los extremos, siendo él en muchas ocasiones un extremo que se ignora, y el hecho —nos cuenta— de escribir contra el medio y el lector. Con lo del lector cumple a rajatabla, posicionándose dentro de ese consenso que lo envuelve todo, que asfixia impidiendo que la sangre llegue al cerebro, y del que prácticamente no sale jamás. Flaco favor hace, efectivamente, a un lector heredado gracias al prestigio de la cabecera. Un lector que, en no pocas ocasiones, cree erróneamente seguir comprando el mismo periódico que traía a casa su padre o abuelo.
Lo de escribir contra el medio tiene más guasa. Es imposible hacerlo sin salir de las mansas aguas del consenso. Conocemos de sobra quiénes son los que han tenido que soportar la censura. Nunca es el neocolumnista, que vive en un mundo de ilusión donde hay mucho de filfa y estopa, como en el relleno del urogallo que decoraba Balmoral.