El tren de las 5.25 salió de la estación de Pardelo con un pitido largo, casi de lamento. Chema llevaba una maleta de cuero con sus mejores (tres) camisas y su corazón estaba henchido por las promesas que había leído en las revistas clandestinas que su tío le prestaba. El pueblo se le quedaba pequeño; no por las calles ni por los campos de trigo ni por la chopera al lado de la vía, sino porque en él ya estaba todo escrito: el oficio que heredaría, la chica con la que se casaría, la vida que le tocaría vivir, la manera de vivirla. Fuera —creía— ya no habría guión: nadie le diría a qué hora levantarse, con quién acostarse, en qué creer ni a quién obedecer. Fuera existía la esperanza de que por primera vez podría inventarse entero, sin apellido que lo atara, sin tradición que lo obligara, sin nadie que le recordara quienes habían sido sus abuelos. Subió al tren convencido de que la libertad era eso: un lugar donde no existía el «no comas eso» y se alzaba, radiante el «prueba de este fruto».
Su padre, don Francisco, le apretó la mano con fuerza en el andén y le dijo sólo tres palabras: «No te sueltes». Chema se sonrió, porque en pleno 1975 soltarse parecía la cosa más hermosa que podía hacer un hombre.
En Madrid alquiló un cuarto en la calle Cabestreros, en un barrio lleno de talleres y obreros españoles que buscaban en la gran ciudad un futuro mejor. Compartía piso con Juan, que iba a empezar la mili y con otros dos chicos, Felipe y José Luis, que siempre estaban hablando de asambleas, de amor libre y de que el futuro ya estaba aquí. La primera noche se pimpló dos donsimones y sintió que volaba. A la semana siguiente ya fumaba porros en la plaza del Dos de Mayo y gritaba consignas muy convencido, aunque en realidad no las entendía del todo. La libertad olía a tabaco, a vino y a noches que no terminaban nunca.
Trabajó de tornero, de fresador, de chico para todo. El dinero llegaba y se iba más rápido que el metro de la línea 3 en su estación de Lavapiés, pero vivía muy bien. Conoció a Lucía, una estudiante de Bellas Artes que pintaba murales revolucionarios —o eso contaba ella— y que le decía que el matrimonio era una cárcel burguesa. Se acostaron la primera noche, claro, y Chema se enamoró perdidamente. Pero al poco, ella se marchó a Berlín para «conocerse», así que Chema se convenció de que igual él también se estaba aburguesando y que debía pasar página. En realidad, Chema nunca sabría que Lucía no se fue a Alemania, sino a Londres y no para conocerse, precisamente.
En los ochenta llegó la heroína disfrazada de fiesta. Chema no picó, pero muchos de sus amigos sí. Vio cuerpos que antes bailaban apasionadamente, ahora tirados en portales; ojos que antes creyeron ver sueños, ahora completamente vacíos. Se mudó a Barcelona porque decían que allí sí se vivía de verdad, o eso le dijo a un escuálido y desdentado Felipe. No quería reconocer que en su interior aún podía oír un leve pero intenso quebranto. Así que decidió escapar aún más lejos.
Trabajó de dj, de relaciones públicas, de lo que saliera. No mantuvo nunca ningún oficio, no porque no los hubiera, sino porque su sed por probar cosas nuevas era insaciable. Además, le gustaba moverse por el mundillo de las fábricas (y de sus sindicatos), pero ya casi no quedaban. Aprendió catalán a medias, votó que sí a la OTAN, se manifestó por la independencia porque… era lo moderno. La ciudad del Conde le regaló luces, pero también unas cuantas facturas que empezó a no poder pagar.
A los cuarenta y cinco, queriendo probar de todo, quiso probar también el matrimonio. Se casó con Marta, una publicista de gafas gigantes que ganaba el triple que él. Compraron un piso en Gràcia con una hipoteca a cuarenta años. Tuvieron un perro porque los hijos «ya llegarían» pero… nunca llegaron. Tenía la extraña sensación de que ya había sido padre. Pensaba mucho en ello, pero como si fuera un sueño escurridizo, así que necesitaba agarrar la paternidad de una vez con sus propias manos. Pero en la eterna espera, vio que Marta cada vez se avergonzaba más de estar con un charnego de pueblo como él. Discutían por el dinero que no tenían y por la libertad nunca llegaban a alcanzar del todo. Una noche ella le dijo: «Tu no volies volar? Doncs ja estàs volant».
Se divorciaron en 2009, cuando la crisis se llevó el trabajo de Chema y también el piso. Esquivó de milagro, como las jeringas de caballo unos años antes, una viogenizada de libro. Pero se libró porque Marta estaba demasiado ocupada con Mamadou como para ir hasta el final. En paro, sin casa, con una vida de mentiras muy bien contadas tirada por el retrete de la realidad, pensó en acabar con todo porque no aguantaba mucho más. Pero mientras caminaba hacia Vallcarca, vio un seiscientos aparcado en un rincón de la calle. Era incluso del mismo color que el de su padre. Como un espasmo, una inquietud recorrió su interior y en menos de un segundo se decidió: volvería a Pardelo.
Tras casi tres décadas lejos de su hogar, harto de todo, decidió volver al pueblo por Navidad. Don Francisco ya había muerto hacía años; su madre Pili, de negro, vivía sola en la casa de siempre. El taller de carpintería seguía allí, oliendo a madera y a barniz, igual que cuando él era niño. Su hermano pequeño Josan, que nunca se fue, tenía tres hijos, una mujer que cocinaba fabes los domingos y una hipoteca razonable que acabaría de pagar en solo cuatro años. Los sobrinos correteaban por el corral, y en la mesa había sitio para todos sin pedir cita previa con certificado electrónico.
Chema se quedó tres días. El último día salió a pasear por el camino de los chopos y vio que el río seguía igual. Las huertas, aunque mucho más pequeñas, seguían verdes y el silencio era tan grande que retumbaba como un clamor dentro de él. Recordó la voz de su padre: «No te sueltes». Y por primera vez entendió lo que quiso decir: no era una orden, era una advertencia. El mundo era inmenso fuera de las costumbres centenarias del pueblo, como inmensas eran las oportunidades que ofrecía. Sí. Pero también era un desierto donde, sin las adecuadas raíces, uno podía perderse para siempre.
De todo eso se dio cuenta, pero no tuvo el valor para volver atrás. Él sabía que era lo correcto, pero mientras se alejaba de nuevo de los chopos, se dijo a sí mismo que él era un hombre moderno, plural, laico y progresista. Que jamás caería en la trampa de la conciencia, que no era sólo burguesa, era arcaica y patriarcal, como de ultraderecha, algo de lo que desprenderse. Sí, eso es. Se desprendería hasta de su conciencia para poder ser por fin libre.
De vuelta en Barcelona, no le esperaba nadie en casa. Ni siquiera el matrimonio de colombianos de la otra habitación alquilada. Bueno, sí le estaba esperando alguien: los amigos de Mamadou, que le pidieron un «segarro» como excusa para sisarle el reloj.
Cuando por fin llegó, abrió su armario y, aunque siempre había estado ahí, se fijó con renovados ojos en la maleta de cuero con la que se había largado del pueblo en el 75. Estaba rota, llena de polvo y sucia, pero la abrió. Dentro había una foto de su comunión, un detente, una carta de su madre que nunca contestó y el reloj de bolsillo de su abuelo, parado a las 5.25, la misma hora del tren que lo llevó todo a perder.
Chema, a punto de jubilarse, trabaja de vigilante de seguridad en un centro comercial. Gana mil doscientos euros, paga seiscientos por la habitación y el resto se le va en cafés solos, cigarros y recuerdos que no puede devolver. Los fines de semana coge el autobús al pueblo, ayuda a su hermano en el taller y come con su madre. No ha podido liquidar su conciencia y por eso vuelve, pero su ego sigue siendo demasiado grande como para quedarse. Sigue yendo allí porque allí hay ruido de niños, olor a leña, y una silla que siempre está puesta para él en la mesa. Nadie le pregunta por su libertad ni por las mujeres que tuvo ni por las tonterías que defendió. Sólo le preguntan si quiere más garbanzos.
Cuando vuelve a la ciudad los domingos por la noche, se sienta en el autobús y mira por la ventana. Los chopos del camino quedan atrás, y con ellos la única vida que, ahora ya lo sabe, pudo haberle hecho feliz de verdad. La libertad le engatusó con mil promesas, pero le quitó lo único que importa: un lugar donde alguien te espere sin pedir explicaciones, el lugar de los tuyos, tu lugar.
A veces, en la soledad de su habitación alquilada, Chema cierra los ojos y se imagina que aquel 20 de noviembre de 1975, en vez de subir al tren, se dio la vuelta, abrazó a su padre y dijo: «Me quedo». Y en ese sueño imposible y también escurridizo, hay un trabajo, hay una casa, hay la esperanza de mejorar… hay boda en la iglesia del pueblo, hay hijos que corren descalzos por el corral, hay una mujer que envejece a su lado sin pedirle que sea otro. Hay una vida sencilla pero plena hasta los topes.
El tren ya no pasa por la estación vieja. Lo han quitado. La maleta de cuero se deshizo hace años y ya no las hacen así. Y Chema, que creyó entrar con el ímpetu de su juventud en el brillante mundo de la modernidad, la libertad y la democracia, descubrió, tras empacharse, que ni él ni España, debieron olvidar de dónde venían. Miró el reloj de su abuelo y maldijo la hora en que le engañaron.


