Algunos de aquellos que, por variopintas y diversas razones se ven obligados a habitarla, reniegan del septiembre de Madrid, puesto que le conceden (a la ciudad) el ingrato título de quebrantadora de los periodos vacacionales, de usurpadora de la irrealidad vacacional y de portadora de las no siempre bien valoradas rutinas.

Huyan de ellos. Por su propio bien. Por el de todos.

Madrid huele en septiembre a cartera de colegio nueva, a zapatos y traje recién estrenados, a propósitos de enmienda, al cloro de las piscinas de los gimnasios —que se abandonarán sin remisión poco después— y a la tinta que rebosó en la agenda de las citas concertadas para observar antes de final del ejercicio.

Las primeras noches del mes aún se pueblan de noctámbulos que pretenden engañar a los biorritmos y que, luego, pagarán los excesos en la máquina de café de la oficina. Las mañanas imponen sortear las riadas de familias que conducen a la prole a sus escuelas, mientras las oficinistas apuran el paso para no marcar un retraso en el fichaje.

Por sus calles, la indómita sinfonía de los atascos afina en do menor, cuando los quiosqueros colocan la nueva y diaria tirada de unos periódicos que narran historias quizá vencidas ya por la celeridad y el apremio. Es la banda sonora de la urbe en movimiento, su acelerada respiración que, cual cadencia del corazón del más aguerrido deportista, bombea en una constante y exigente sístole-diástole.

Es el Madrid de los porteros de finca, ansiosos por el retorno de su audiencia y parroquia, que desgranan los fichajes del Madrid, del Atleti, del Getafe o del Rayo y narran, con detalle más propio de atestado de la Guardia Civil, las peripecias sufridas en el inmueble durante la ausencia vacacional, al tiempo que barruntan nuevas elecciones —y cambios en el gobierno.

Es ese Madrid de —traicioneras— mañanas ventosas que revelan que el mercurio descendió insospechadamente y que ameritan cubrirse de múltiples capas, cual cebolla, para resistir la pronunciada horquilla climática.

El Madrid colorido de la etapa final de la Vuelta (salvo en año Xacobeo o similar), el de las corridas de toros que anuncian el final de la temporada, de las últimas carreras apacibles en el Hipódromo de la Zarzuela, de las mesas de heladerías vacías en las tardes de inesperada tormenta y de charcos que salpican, impetuosos, las piernas que aún se resisten a la tiranía de las medias.

Es la treintena de días de los conciertos y festivales que pretenden etiquetarse, aún, como “de verano”, de los estrenos en las funciones de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y de la renovación de los abonos del Auditorio Nacional.

Es el mes en el que los libros de reserva de los restaurantes se completan y uno acostumbra a encontrarse a aquellos peritos de la nostalgia que recuerdan que en el Ten con Ten antes procuraba pizzas italianas un anticuario de peinado imposible o que, por mucho que se esfuercen, nada retornará del sabor de aquel champán y pastel de limón de la barra del mediodía en Embassy.

Y es que, cada septiembre, Madrid recuerda, a su presuntuoso ciudadano, que, por muchas ilusiones o derrotas, por altas que sean las expectativas de aquél, ella continuará relatando su historia a otros que, como nosotros, pretendimos ser especiales y únicos en su vivencia —la de la ciudad. Y, perdonen el anticipo —a modo de infausto spoiler—, lo hará cuando nosotros ya no desgastemos las suelas de los zapatos por Alcalá, Serrano o la Castellana.

Porque, créanme, puestos a elegir, si la Parca nos gana el cuarto a espadas, la Villa y Corte es buena plaza para ser arrastrado al desolladero.