Supongo que a muchos os habrá llegado el mensaje. «Rezad por don Ignacio, que hoy ha tenido un accidente con la bicicleta y está muy grave». Cuando muchos aún dormíamos la mañana de Navidad, resacosos de la Misa de Gallo, don Ignacio Belzunce agarró su bicicleta y se echó a rodar. Al poco de empezar, por un camino que lleva al Santuario de Nuestra Señora de Valverde, tuvo un accidente gravísimo y desde entonces se encuentra sedado, con escasa actividad cerebral y nula respuesta encefálica. Estamos esperando el milagro.
Don Ignacio se ha hecho famoso estos días por las cadenas de oración infinitas, por las Misas ofrecidas y los whatsapps cruzados: «Ha habido dos intentos de reducción de sedación, pero la reacción no ha sido positiva», nos llegaba al móvil hace apenas unos días. Habréis leído en redes sociales comentarios sobre don Ignacio, o quizás alguno haya visto su foto sonriente, en todas sonriente.
Don Ignacio, sin embargo, se hizo famoso en 2021. Si ahora atendía con esmero a las niñas de Orvalle, colegio católico al norte de Madrid, hace tres años su sacerdocio le llevó a dirigir la capellanía del colegio Montealto, en Mirasierra. En noviembre de aquel mes, a las 17:30 de una tarde intrascendente, se escuchó «un gran estruendo». En vez de dar marcha atrás, una madre del colegio aceleró hacia delante con su Volvo XC90 arrollando a tres niñas.
El milagro de aquella escena, que hoy todos recordamos, se concretó en el abrazo de las Marías: la que, por fatídica equivocación, aceleró con su coche; y la que, por fatídica equivocación, presenció los últimos instantes de vida de su hija. Los católicos vimos en aquel gesto sobrenatural la mano de una tercera María, consolando desde el cielo a las otras dos.
Poco después del choque «algunas alumnas salieron corriendo a avisar al sacerdote». Y aquí entró en escena don Ignacio, capellán del colegio. Así lo contaba algunos días después: «Salí inmediatamente y me arrodillé junto a la pequeña Mariquilla y le cogí la mano y le hice la señal de la cruz y comencé a rezar. No le di la unción de enfermos. No tenía los óleos a mano».
Pocas semanas después, el Colegio organizó un multitudinario funeral por la niña. En aquella celebración don Ignacio Belzunce volvió a recordar aquel trágico episodio: «Yo me arrodillé, le cogí la manita y le hice la señal de la cruz en la frente. Lo mismo que hicisteis los padres el día de su Bautismo. No percibí desesperación, solo el amor de una madre a su hija. Mariquilla ahora ha encontrado un Amor mucho más grande».
Todos los que estuvieron en aquella Eucaristía comparten un sensación: en el accidente de Montealto verdaderamente estaba el Señor. Don Ignacio preparó una homilía que hoy me viene a la mente. Dirigiéndose a los padres, dijo: «Álex y María, hace algunos años llevasteis a vuestra hija a bautizar y cuando el sacerdote os preguntó qué pedías a la Iglesia para María, respondisteis: “La vida eterna”. El Señor ha cumplido su promesa».
De aquel episodio han pasado ya tres años y de otro hoy conmemoramos su segundo aniversario. El 31 de diciembre de 2022 el papa Benedicto XVI se fue al cielo tras pronunciar con serenidad «¡Signore, ti amo!». El testamento espiritual del pensador más brillante de nuestro siglo quedó resumido en su lecho de muerte en un escueto «Ich liebe dich» y Francisco atinó en sus palabras de despedida: «Sentimos por él tanto afecto, tanta gratitud, tanta admiración».
Aquel día de campanadas, uvas y cotillones se fueron sucediendo distintas llamadas y a los pocos minutos yo ya tenía un billete a Roma. Dos días después volé a Fiumicino para cubrir el velatorio del Santo Padre y su funeral de Estado, en una mañana del 5 de enero que nunca olvidaré. El cielo encapotado se puso de luto y sólo se abrió al grito de «¡Santo subito!» que atravesó la Plaza de San Pedro. Entonces salió el sol.
Mis días en Roma los conservo en el corazón pero entre idas y venidas me pude cruzar varias veces con Matteo Bruni, director de la Sala Stampa de la Santa Sede, esto es, portavoz de la Iglesia. En lo alto del Brazo de Carlomagno, desde el graderío reservado para la prensa internacional, nos contaba en un corrillo que Benedicto por fin descansaba y la Iglesia también. En su cara de agotamiento se podía leer aquella frase de don Ignacio, que providencialmente recogió el Papa Francisco en la Misa Exequial del día 5: «El Señor ha cumplido su promesa».
Por eso hoy, según pasamos las cuentas del Rosario por don Ignacio, es importante que nos acordemos de esas palabras suyas. Es 31 de diciembre y algunos todavía esbozan exámenes de conciencia del año que cerramos y propósitos de año nuevo que nunca llegarán a término. El último día del año usamos un ábaco imaginario y las canicas arcoíris van de un lado a otro, en un empeño por que todo encaje. Cuando sabemos que los planes de Dios siempre mejoran nuestras pobres cuentas de vieja.
Mientras nos acordamos de Benedicto XVI, que desde el Cielo toca en su piano canciones para Mariquilla, y mientras rezamos por don Ignacio y su familia —el milagro es posible—, el último día del año parece el momento adecuado para dejarse de cálculos y excels y mirar a lo alto, de donde nos ha venido todo lo bueno. La meritocracia de los cristianos entiende muy poco de hazañas porque es en las contrariedades donde brotan los milagros más esperados. De la pequeñez brota la grandeza. De la cruz la Salvación. Por eso la experiencia nos permite decir un año más que el Señor ha cumplido su promesa. Y lo seguirá haciendo.
Don Ignacio Belzunce, finalmente, falleció durante la tarde del 2 de enero de 2025, habiéndose cumplido la Novena comenzada el día de Navidad y tras recibir el sacramento de la Unción. Se ruega una oración por su alma. Descanse en paz. ¡Eutsi!