La pasada semana se escucharon en el Congreso de los Diputados unas palabras que, a la vista de la iracunda respuesta por parte del presidente del Gobierno a quien es hoy uno de sus principales socios que le aseguran una noche más en la Moncloa, parecieron levantar ampollas entre las filas socialistas.

Gabriel Rufián decía: «¿No están hartos y hartas de decir que viene la ultraderecha?», una pregunta que le servía para destapar por fin la oculta razón de por qué Santiago Abascal, quien, según él, «vota en contra de los intereses de la clase trabajadora», puede permitirse pasear por las manifestaciones convocadas contra la inacción del Gobierno sin recibir ninguno de los insultos y abucheos a los que tan avezados están quienes hoy dirigen el país. Así, el diputado proseguía: «¿Saben por qué pasa todo esto? Primero, porque a la izquierda no nos entiende nadie. No nos sabemos explicar. Segundo, porque hablamos de temas que no le interesan a nadie (…) Señorías de izquierdas, yo también estoy harto y me incluyo. Tenemos que dejar de militar exclusivamente en la moral y tenemos que empezar a militar en la utilidad».

Parece que el mismo que allá por 2015 aseveró que en 18 meses dejaría su escaño para regresar a la República Catalana, aquí actuó con mayor tino a ojos del presidente, quien no dudó en culparle de alimentar con su discurso a la ultraderecha por «no reconocer lo que está haciendo este Gobierno progresista».

Más allá de las rencillas entre —todos— los actores que componen el elenco que está hoy a los mandos de España, lo cierto es que las palabras pronunciadas por dos de los figurantes del drama en que se halla sumido el país dejaron al descubierto la tramoya que durante buena parte de la legislatura ha sabido manejar este Gobierno con gran astucia y destreza. Dos actores que parecían más preocupados por si la derecha les hacía perder su puesto en el reparto que por desempeñar impecablemente su papel como los mandatarios que son.

A esa congoja se unía además una confesión velada que probablemente fuera fruto de la inconsciencia, y es que Rufián admitía con plena placidez que la izquierda hasta ahora había renunciado a desempeñar un rol útil para la ciudadanía, aunque en provecho de los formidables avances en el terreno de lo moral, que, como se desprende de las palabras del portavoz, parece carecer de toda practicidad.

Esta identificación que establece la izquierda entre la moral y su propio ideario es precisamente uno de los pilares sobre los que reposa la política actual. Un dogma que se invoca de manera constante como forma de construir cualquier argumento que ya nace viciado. Pues esta doctrina que se ha aceptado de manera impasible por la derecha es de la que se vale la siniestra para inocular en el imaginario colectivo la tramposa idea de que es la izquierda la que encarna lo éticamente aceptable, mientras que la diestra es el refugio de todos los males. El debate de las ideas se simplifica al extremo deviniendo en una disyuntiva maniquea entre la beata izquierda y la vil derecha. Porque para qué dirigirse a los españoles como adultos capaces de entender diferentes posturas y elegir la que fuera de su agrado, cuando ello requiere un trabajo de comunicación mayor y la propaganda barata embrutece a la audiencia ahorrándole de paso cualquier prédica que le obligue a pensar.

Pese a la sublimidad con que dota a su discurso el hecho de pronunciarlo con una mano metida en el bolsillo, las palabras con que abrió su contrarréplica Rufián tampoco resultaron ser la revelación que pretendió presentar. No hicieron sino redundar en aquello que Yolanda Díaz explicó —ésta sí— con total claridad al afirmar sobre su ministerio: «Hacemos cosas chulísimas y no somos capaces de comunicarlas».

Podría haber sido aquella declaración del diputado de ERC, no obstante, la causante de tamaña irritación por parte de un Pedro Sánchez que ha hecho de la comunicación y la estética el único punto de su programa de Gobierno.

No existe mayor ofensa que la atribución a una deficiente comunicación del rechazo de la generalidad de los españoles a las medidas adoptadas por el Ejecutivo para afrontar la ruina a que parece asomarse España para un presidente que se ha dejado las carteras de todos los españoles en cerciorarse de que su Consejo de Ministros y Su persona luzcan impecables en todo momento y con medios tan variados como las jugosas subvenciones a los medios de toda clase, el incremento de un 32% del gasto en propaganda (casi el doble que cuando gobernaba Rajoy), o los 30.000 euros en maquillaje presupuestados para este 2022, mientras una inflación disparada silencia por asfixia a los ciudadanos de a pie.

Pedro Sánchez recuerda al apuesto protagonista de El retrato de Dorian Gray, un esteta que ve cómo es su imagen sobre el lienzo y no él quien va luciendo marchita con cada ignominia con que infecta a su alma. Un Gray que asume con creciente desahogo que no sea su tez la que revele la podredumbre que subyace a cada una de sus acciones, capaz incluso de acabar con sus más fieles adeptos en una renovación de su equipo de Gobierno si con ello asegura la tersura de su rostro.

Si el personaje de Wilde se afanaba por lograr un hueco entre la aristocracia londinense, Sánchez hace lo propio con los altos cargos de cualquier institución o país. Todo artificio es poco para tratar de postergar la inexorable muerte que le aguarda con su epitafio escrito en una de las páginas más oscuras de la historia de nuestra democracia. Una sombra en la que el presidente guarda con sumo celo la imagen de su figura manteniéndola alejada de los ojos que tratan de desvelar qué se esconde tras la lona. Un lienzo que, como Gray, Pedro Sánchez no mira y que el día en que lo haga dejará al descubierto la peor de las desgracias. Pues sobre la tela no es la silueta del presidente la que se muestra ajada por la infamia. El retrato no es de Sánchez. Es el retrato de España.