Enero ha tenido casi tantos días como personas preguntándose cuántos iba a tener. No comparto la sensación. Enero es para mí el mes de la ilusión. Tal vez no del estreno, porque qué nos queda ya por estrenar, pero sí de la renovación, del recomienzo. Es verdad que ese comenzar, recomenzar debe ser diario. Más, debe ser constante. De todas formas, viene bien de vez en cuando ponerse a distancia del cuadro y examinar con mirada justa y misericordiosa —por algo estamos hechos a su semejanza— qué hay que corregir y, sobre todo, qué cosas pueden potenciarse. Digo «sobre todo» porque en general tendemos a proponernos dejar de hacer algo, cuando suele ser más efectivo combatir el pecado con actos de su virtud correspondiente. Y es cierto que el control, el examen en perspectiva, puede hacerse en cualquier momento del año; hay personas que los ven como imposición y los rechazan, a mí me ayuda aprovechar que ya están marcados en el calendario esos parones: septiembre, enero, Pascua, mi cumpleaños.
La última compra del primer mes ha sido el objeto más odioso del mundo, el encargado de llevar a cabo el acto más cruel del día. He comprado un despertador (escribí primero sin darme cuenta desesperador y no me parece gran errata) en un arranque —otro de tantos— de ganarle la batalla al desorden de mis horarios. Y no sé si es sólo por la novedad o si verdaderamente el consejo que llevo tiempo tachando de inútil es útil, lo cierto es que han sido varios días consecutivos logrando lo inlograble: levantarme a la hora. Imagino que empezar la jornada sin móvil ni internet produce un sosiego que inconscientemente hace más atractivo ese imposible minuto heroico. El modo avión pierde frente a tener el teléfono en un cajón.
Sigo leyendo la biografía de Isabel la Católica de Tarsicio de Azcona. Voy poquito a poco, es un libro que se disfruta mucho: por la historia y por el personaje, tan fascinante, y fundamentalmente por la manera de narrar del autor, tan sencilla sin dejar de ofrecer un texto muy completo y riguroso.
Graham Greene llevaba un par de años en la lista de pendientes. Lo he conocido en El poder y la gloria y me ha dejado prendada. Empecé la novela creyendo que la dejaría, no porque desconfiara de que fuera un buen libro, sino porque el argumento me interesaba poco. Me equivoqué. Se pasan las páginas rápido, quedas atrapado entre el detalle y el ritmo del relato. El marco es histórico, pero en esas líneas hay mucho sobre la complejidad y la dualidad del ser humano. El lector asiste al proceso de lucha interior que sufre el protagonista sin siquiera llegar a conocer su nombre.
Releí Cinco horas con Mario y me di cuenta de que la primera vez, hace ya años, no me enteré de la misa, la media, que me quedé sólo en la carcajada fácil y me perdí entre la vivacidad del lenguaje de Carmen el retrato al fondo de aquellas dos Españas y, en primer plano, de las diferencias y las rencillas del matrimonio. Es imposible no pensar en Nicolás y Ana de Señora de rojo sobre fondo gris, en esa idealización tan dulce de su vida de casados. Y es inevitable sospechar que ambas novelas tienen rasgos autobiográficos.
En mi mesita de noche hay siempre algo de poesía. Ahora, una antología de Fray Luis de León, en parte porque desde que vivo aquí me siento en la obligación, una obligación gustosa, de conocerlo más a fondo. Por otro lado, he pasado el mes recibiendo recomendaciones de un lugar y de otro para que lea a Miguel D’Ors; todavía no me he hecho con nada suyo.
Parece mentira que con todas las películas que desconozco, me decante por volver a las ya vistas. Notting Hill, Cuatro bodas y un funeral, Match Point, Annie Hall. Vaya, Hugh Grant y Woody Allen. Comenta una amiga que Match Point le pareció horrible, ¡y yo que creía que en esa había unanimidad! Por primera vez vi Mujeres al borde de un ataque de nervios, y me resultó muy divertida. Era la segunda película que veía de Almodóvar y ambas me gustaron mucho. No sé si ponerme otra sería ya jugársela. Y la última que vi este mes fue The Bookshop, que tiene una imagen preciosa, aunque creo que el argumento flaquea a ratos y a otros la lentitud gana demasiado terreno. Aun así: el pueblecito inglés y la estética británica de final de los años cincuenta compensan casi todo.
Con el despertador tuve que comprar pilas, que hacía siglos que no compraba. He recordado la ilusión que me hacía de chica ser yo quien las cambiara. Buscar el positivo y el negativo, ganarle el pulso al muellecito. La ilusión de la infancia ha marcado la reflexión de este enero. No sólo por la magia de la cabalgata y de los Reyes Magos, sino también, o especialmente, por el cumpleaños de mi sobrina Ana. La emoción genuina que mostraba en su pequeña fiesta, el entusiasmo al dar las gracias por sus regalos. Como cumple la noche de Reyes, se me ocurrió regalarle unos vales que pudiera gastar cuando le apeteciera. Se trataba de vales por planes sencillos para hacer conmigo. Le encantó la idea. Hemos gastado uno: ir al cine. Su madre me mandó una foto antes de salir. Había querido ponerse su vestido de fiesta nuevo y le había pedido un peinado especial. Mientras comprábamos las entradas y las palomitas, mientras llegábamos a nuestras butacas y mientras veíamos la peli, me conmovía notarla realmente tan contenta. Y en esa forma de mirarme, entre la complicidad, el agradecimiento y la emoción, encontré una invitación a hacerme yo misma más niña y a procurar ver la vida con esos ojos brillantes, cargados de ilusión ante lo aparentemente ordinario, y que llevan luz a quienes están cerca.