Cuando la tarde del viernes, tras ver a mi amigo O’Mullony, me disponía a dibujar en un papel las ideas sobre las que versaría mi espacio en La Iberia, mi cabeza rondaba entre la tibieza feijoorera o el nihilismo ayusista. Respecto a la primera, al pensar en ese ni frío ni calor del líder gallego, se me aparecían divagaciones sobre cómo el Partido Popular haría de las suyas no como agrupación política, sino siendo una suerte de SAREB cuyo único fin fuese hacer remiendos de las malas prácticas que sus antecesores habituaron a llevar a cabo. El único rédito de Núñez Feijoo sería esa promesa de estabilidad económica, de remendar nuevamente los estropicios contables de la izquierda, como si acaso el arte de la política quedara delimitado al cuadre de las cuentas.
La corriente feijoorera no se limita a un plan nacional que sería activado una vez Pedro Sánchez deje La Moncloa. Gracias al maremágnum administrativo que «nos dimos» con la Constitución de 1978, el territorio se encuentra dividido en un número de comunidades autónomas suficientes para que quienes hagan carrera en el partido se afinquen y tengan una vida cuanto menos respetable. Para la consecución de esta dicha se estableció que hay que seguir aquello que la cúpula del partido dictamine, y así nos encontramos con una Andalucía que es el vivo reflejo del bipartidismo reinante y el feijoorerismo próximo, al servicio de quienes marcan los tiempos en instancias supranacionales. Al neoconservadurismo sureño no le bastó —si es que acaso llegó a saberlo— que anualmente se subvencionasen los abortorios andaluces con 120 millones de euros. Ignorantes de ello, legitimaron a una agrupación que hace escasos días reafirmaba rotundamente su compromiso con la implantación de la Agenda 2030 a través de una comisión para velar por su cumplimiento.
El biempensante (o meapilero) preferirá creer que, bueno… que en el partido hay muchas realidades y movimientos diferentes, que no todos están de acuerdo con ello y que hay que llegar a un consenso. Sin embargo, no deja de llamar la atención cómo quienes prueban las mieles del poder siempre están cortados por el mismo patrón servicial hacia los dictados que emanan de la ONU, el FMI, Davos o la OMS, por ejemplo. Hay quienes incluso pensaban que Ayuso, con su verborrea agresiva hacia el presidente del gobierno, era una corriente diferente y más dura del movimiento conservador. Sin embargo, escasos titubeos mostró la madrileña al defender el aborto en Ondacero, pese a reconocer que se estaba acabando con una vida humana. Nuevamente, el votante se sonrojaba y se quedaba sin saber qué decir, menos aún contra el azote de Sánchez.
El neoconservadurismo y la tibieza propia del Partido Popular responden a una misma cosmovisión cuyo eje principal es la comodidad y, si acaso, el miedo o, como algunos lo llaman, los respetos humanos. Aquellos dilemas morales a los que la agrupación de la gaviota da la espalda son esos mismos a los que el neoconservadurismo busca sus justificativos y equidistancias para intentar contentar a todos y evitar la confrontación, en un ejercicio de buenismo cuya raíz no es la caridad sino, en muchas ocasiones, la falta de determinación o una posición relativista, incapaz de afirmar verdades absolutas. De aquí vienen argumentos tales como defender la vida porque lo diga el artículo 15 de la Constitución, tan ridículo como la idea de defender España desde una perspectiva constitucionalista. Les cuesta comprender a estos sectores que los debates ideológicos no se fundamentan por el contenido de una ley, sino por la rectitud y firmeza de una idea. Toda defensa de la Verdad amparándose en la expresión del legislador hace que el asunto en cuestión sea un debate jurídico, no una confrontación de argumentos que observen dimensiones humanas por encima de una ley coyuntural.
El Partido Popular nunca volverá a afirmar que el matrimonio es entre hombre y mujer, que sólo hay dos sexos o que la vida humana comienza desde su concepción; por mucho que parte de su electorado lo desee en su fuero más recóndito. Y no lo hace realmente porque no esté convencido de estas afirmaciones, sino porque responde a una cosmovisión pretérita incluso a los debates morales dentro del partido: el pragmatismo político. Al Partido Popular no le importan las ideas, está cómodo jugando dentro del marco ideológico que propone la izquierda. En lugar de luchar por ellas, prefiere responder a su último fin que es el gobernar.
Este pragmatismo es en última instancia esa comodidad y confort que busca el conservadurismo liberal, contento con ostentar un rédito económico suficiente, insistiendo en que la moral se quede únicamente en el ámbito privado (argumento creado por el protestante Max Weber). Todo lo que se salga de ahí y huela a tradición o a catolicismo será tachado de fundamentalismo y se impondrá la «sensatez», esa misma que hizo que Rajoy exhortara a marcharse de la formación a todos los que no estuvieran contentos con su gestión puramente económica.
De esa manera, la tibieza extrema no resulta ser algo reprochable únicamente a un partido, sino también a quienes por miedo o por comodidad antepongan los halagos del mundo a los oprobios de los sofistas de nuestra época. Existe un miedo patológico a manifestar la defensa de unos principios diametralmente opuestos a las proclamas progresistas de nuestro tiempo, y son los políticos biempensantes, moderados o conciliadores los que dan buena muestra de ello. Pocas cosas despiertan un pánico mayor que el ser tildado de «retrógrado», de no ser moderno.
A fin de cuentas, hacer referencias a vertientes feijooreras o ayusistas no deja de ser señalar el mismo problema desde diferentes prismas. Esta cuestión es el imperio de un pragmatismo radical que antepone el objetivo de llegar al poder, sin escatimar en los medios empleados. Si estas vías de acceso conllevan el abandono de aquello que por puro marketing político aparentan defender, así lo harán. Por eso no es motivo de sorpresa que el líder del partido Popular presente una vaga defensa del español en Cataluña. Por ese mismo pragmatismo radical tenemos en Madrid a una presidenta que un día anima al aborto a adolescentes de dieciséis años y la semana siguiente habla sin tapujos de la pérdida de valores que sufre la juventud, inmersa en una crisis antropológica a la que ella misma contribuye con esta contradicción.
No debemos sorprendernos de la imprevisibilidad con la que este sector actúa. El objetivo de este arte político perverso no es la defensa a ultranza de la Verdad, el Bien o la Justicia. El fin último es mandar, a cualquier precio. Si el marco de pensamiento rentable en las urnas es de corte progresista, desde las bases hasta la cabeza del partido se amoldarán para posteriormente regir a una sociedad que terminará por acatar la subversión del orden natural. Con el pragmatismo radical, lejos de lograr el cambio que anhelamos, lo arrancamos de raíz.