Patek Philippe y Compañía fue la primera expresión comercial de la conocida marca relojera suiza. Si les gustan los cachivaches caros que «cogen la hora», como dicen los onubenses, es posible que hayan visto la frase discretamente grabada en la caja de algún modelo antiguo. La hispánica cruz de Calatrava, símbolo de excelencia, fue adoptada como emblema de la casa ginebrina.
Al presidente de la Junta de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, le han acusado de gastar un peluco de esos. Una pieza de buceo, dicen, inspirada en el icónico modelo Nautilus que el italiano Gerald Genta diseñó para Patek hace medio siglo. No importa si todo esto les suena a chino. La artesanía de campanillas solía consistir en crear objetos prácticos e imperecederos para gente que los necesitaba y sabía utilizarlos. Hoy, más o menos reducida a «industria del lujo», sólo consiste en «revisitar» y «marketear» dichos objetos, normalmente con todas las bendiciones woke, para sobreexcitar la presunción del gilipollas global. De ahí la vulgaridad del símbolo de estatus, triste creación de nuestros días y mero abalorio que funciona por acumulación para indicar nuestra posición social en la tribu.
Si hablo de choqueros no es por casualidad. Fernández Vara alegó que la compra del reloj se hizo en el paseo marítimo de Islantilla, posiblemente a alguien cuyo origen queda lejos de la cuna del fandango y después (o antes) de la preceptiva ración de cazón en adobo, coquinas y puntillitas. Me pega que diga la verdad. No parece que el personaje sea, como otros socialistas patrios o europeos, amante de la mecánica fina que controla el tiempo. Sin embargo, en ausencia de foto donde se pueda apreciar nítidamente qué lleva en la muñeca, es nuestra obligación dudar de la palabra de un político, y más si es del PSOE.
La razón es simple. Demasiados miembros de ese partido han demostrado, con preocupante frecuencia, tener gustos propios de jeque emiratí u oligarca eslavo (también en lo que toca a «mujeres» y comidas pantagruélicas). Ahora, que nadie se regocije en exceso: los del PP no están a muchas leguas de distancia. Lo único es que la pátina pozuelera o barriosalmantina perdona más ciertos caprichos. Si exceptuamos, claro está, el caso de los políticos madrileños púnicos que rodearon a Hope Aguirre en su heyday. A su lado, Óscar Puente pasaría por un aprendiz de hortera. Pero no es lo normal. El PP suele tener el discretísimo encanto de esa burguesía que ha ganado su oposición al grupo A y descubre, entre los archiperres de esquí y la barbacoa, un Jaguar aparcado en el garaje de su vivienda pareada.
El asunto de los relojes (caros) que gastan nuestros representantes es cosa recurrente. Sobre todo en verano. Recordemos la polémica del Rolex y la Ministra de Igualdad. Al final quedó en nada. Nunca fue más que un Swatch, que alguien confundió por el peluco de Steve McQueen. Aunque, eso sí, el asunto sirvió para descubrir que la izquierda indefinida ya no aborrece de ciertos símbolos que representan la decadencia burguesa, sean estos mecánicos o tecnológicos. Nada chocante, por otra parte, viniendo de una ideología que tiene todas las bendiciones de esos fondos y capitanes de industria dueños de los talleres donde se fabrican las chucherías que tanto alegran el corazón del hombre de hoy.
Sin sorpresa, podemos concluir que la combinación de representante público y exhibición de poderío es propia de países subdesarrollados. Cuando hablo de «poderío», por supuesto, no sólo me refiero a llevar relojes que representan varios meses de sueldo para el común de los mortales cosa que, éticamente, deja que desear; sino también el beneficiarse de la condición de servidor público para acceder o aprovecharse de ciertas ventajas que no tienen relación con el cargo.
Ahora que estamos en tiempos de Memoria Democrática queda mal decirlo, pero antes de 1983 tuvimos gobernantes más o menos parcos. Existió una España política sin excesiva mentalidad de nuevo rico y pose de influencer. Gente a la que no le quedaba grande el coche oficial, no necesitaba determinados relojes o todoterrenos, no se extasiaba en Times Square y no se hacía selfies delante de un pirulo vagamente masónico en Washington. Políticos, como decía Miquelarena del Madrid republicano, que no transmitían esa preocupante sensación de provisionalidad, ineptitud y bisoñez.