Puede que sea el otoño, por su natural particularidad, la estación más evocativa de todas. A mí me lo parece. No es tiempo de exultante vitalidad, ni de alegría desbocada. Pero encierra una íntima hermosura, sutil, modesta, casi tímida, que sólo sabe revelarse con la candidez de quien se adivina intrascendente.
Quizás sean sus atardeceres tempranos o el característico olor de las primeras mañanas frías; quizás la fragancia de una tierra húmeda o el silencio de sus noches serenas. Una rebeca sobre los hombros, una chaqueta olvidada. Braseros haciendo hogar; castañas incensando las calles. No lo sé. Pero el otoño habla a lo profundo y coge la mano del niño que fuimos para sacarlo a pasear por los rincones donde descubrió la vida, antes de que caiga el sol.
Regresar, cauteloso, a aquella callejuela empedrada y nívea que moría en una plazuela donde susurraba una fuente al amparo de un naranjo. Caras conocidas apostadas sobre el dintel de una puerta encajada en anchos muros. Presenciar los saludos pasajeros de los mayores, que no exigían más palabras para saber cómo estaba aquel vecino o esa tendera. Los conocían de sobra, como habían conocido a sus padres y sabían de sus hijos.
Subir angostas escaleras, hasta tener bajo tus pies el barro callado de los tejados superpuestos, y alcanzar ese lugar donde se detiene el tiempo, mientras unas manos veteranas trabajan con maestría un lienzo de cuero que, con paciencia y habilidad, será una pieza única que hable al mundo de una tradición centenaria.
Caminar por las enseñoreadas calles del centro, recordando aquel negocio que traía lo que no había en ningún otro comercio; observando la puerta, ahora cegada, de ese profesional, diestro como pocos. Miras, con melancolía, la silueta que dejó en esa otra fachada modernista la placa de un abogado, cuyo hijo marchó a hacer fortuna a la capital y no tuvo quien le heredase, y la tienda de aquella señora, tan amable, que agradaba a clientes y ajenos, que sabían que género, como el suyo, no había igual, pero tuvo que cerrar, asfixiada por las peatonalizaciones que impedían a los de siempre merodear las inmediaciones.
Levanto los ojos. La ciudad y yo no nos reconocemos. ¿Qué nos ha pasado? ¿Cómo has cambiado tanto en tan poco tiempo?
¿Por qué has despedido a esas gentes que te hicieron ser lo que fuiste, despeñándote por el acantilado de la nada? ¿Cuándo antepusiste las manadas de visitantes, anónimos e indolentes, a la mirada cómplice de tus hijos? Cambiaste el olor del cuero repujado por el del plástico industrial, y el rumor de tus tabernas por el estruendo de los asépticos locales de comida rápida; los muros encalados, que una vez dieron cobijo a las historias narradas de padres a hijos, son ahora suntuosos hoteles a precios prohibitivos. Los elegantes edificios, habitados por estirpes que todos conocimos, han sido abandonados a los correteos de maletas de cabina y encuentros sórdidos entre vulgares inquilinos, y sólo ofreces baratijas producidas en serie en algún punto de Asia.
Ninguno conoce tu esencia, porque a nadie importa. Has dejado de ser la madre que amamanta, para ser la mediocre amante de una noche de embriaguez. En tus calles, antes vivas, languidecen los nombres de tus vástagos que han tenido que buscar, lejos de los lugares donde crecieron, otro sitio donde ser comunidad.
Dejaste atrás el calor de los encuentros de tu gente, y te sacudiste el duende que te hacía única. Te creíste la fútil promesa de que serías rica y, mírate. Han hecho de ti un escenario más. Otro de tantos.
Ciudades desalmadas, equivalentes, con su identidad arrancada.
Quizás llegue un día en el que, paseando con quienes nos han de suceder, me pregunten si eso que yo viví fue real, o sea simplemente la ensoñación romántica de un espíritu nostálgico. Entonces, elevaré la mirada al cielo, y te preguntaré si sigues ahí. Y suspiraré, como lo hace el enamorado no correspondido.