Siria, cuna de civilización, vuelve a estar en las portadas. Los «rebeldes», es decir, los terroristas financiados con dólares americanos y armamento israelí, de acuerdo a las informaciones que han llegado este fin de semana, parece que han tomado Alepo y Damasco.

«Occidente», entendido como el conglomerado de países que ha olvidado su razón de ser y se ha supeditado al liberalismo, sonríe. Los que venían a liberar Oriente Próximo aplauden y pagan el asesinato indiscriminado de cristianos en nombre de Alá.

No considero a Bashar al-Assad ningún santo. Pero sí creo que es un bastión contra el salafismo salvaje, un nicho de estabilidad y un dirigente que no sólo ha comprendido que los cristianos allí son algo más que una minoría, puesto que son un grupo que forma parte de la configuración histórica de Siria, un eslabón fundamental en la gran cadena que conforma la existencia de su país.

La derecha liberal es cómplice de esto. Los que tan furibundamente han condenado a estos y aquellos en Palestina, se callan ante la barbarie cometida por sus socios en Armenia, Iraq y ahora en Siria. La izquierda se está dando cuenta de que los refugiados que acogieron con los brazos abiertos en 2015 forman parte de la quinta columna del salafismo tal y como hemos visto en las manifestaciones en distintos puntos de Alemania. Turquía gana influencia, Israel arma, Rusia mira en dos frentes, Estados Unidos agita el avispero y China observa mientras agiganta su sombra. En Europa seguimos con el régimen del «deeply concerned» en lo que acogemos células yihadistas y condenamos a muerte a las comunidades cristianas más antiguas.

Es por eso por lo que considero que en un conflicto con tantos matices, vertientes e intereses cruzados nuestras oraciones deberían de estar con Assad y su entendimiento con ortodoxos y maronitas.