El joven rico

La historia debe ser de algún autor antiguo. De cuando se escribía en latín o en griego. Un teólogo moderno la recuperó y un párroco de Madrid leyó al teólogo. Yo escuché la historia en una homilía de pueblo. Creo que no impresionó a nadie, seguramente porque nadie aparte de mí escuchaba al cura.

El cura habló del joven rico. Ese chaval que se acerca a Jesús y le pregunta qué debe hacer para alcanzar la vida eterna. Debía ser guapete, con muchos amigos y con posibles. Eso dijo el cura. Yo nunca he sabido muy bien qué es lo de tener posibles, pero por el contexto entendí que se refería a dinero. Tierras, burros o lo que tuviese la gente acomodada de la época. Y encima era valiente. Porque hay que serlo para abordar a Jesús rodeado de señores barbudos y con mala leche. Seguro que San Pedro gruñó y le miraron con cara de póquer.

Jesús le miró con cariño. Un chaval bien plantado. Con una mirada sincera y que pregunta con audacia. Entonces Jesús le dice que sea bueno y cumpla los mandamientos. El chaval dice que eso ya lo hace, pero quiere más. Jesús le propone vender todo lo que tiene, dar el dinero a los pobres y seguirle. Claro, el joven se da cuenta enseguida de que no es buen negocio: si vendes todo y das el dinero a los pobres, el pobre pasas a ser tú. ¡Encima el chaval acababa de heredar! Todavía no había emprendedores ni startups. Si era joven, y rico habría heredado. Se conoce que cualquier joven con un poco de ilusión por la vida hace planes. Más si tiene dinero. Viajar a Persia, conocer el Imperio Romano, casarse… no sé, algún plan tendría. Y, de repente, todo al carajo para vagar por aldeas rodeado de pescadores barbudos. El chaval agachó la cabeza y se fue a su casa.

Aquí la Biblia pierde la pista del joven rico. Podría haber sido famoso: el apóstol número trece. Sabríamos su nombre. Pero se fue tristón y desapareció. El cura sugiere un final posible. El joven se echó a perder rápidamente. Cada denario que se gastaba le remordía la conciencia. Podría andar con Jesús expulsando demonios, multiplicando panes y peces, devolviendo la vista a los ciegos… «Pues no, estoy aquí comerciando con telas de Damasco y joyas de Siracusa. Entretenido y tal, pero seguro que menos que los exorcismos». Trabajó con pocas ganas, organizó farras cada vez más salvajes y se juntó con los chungos de su pueblo. Los amigos se inflaron a chupar del bote de su herencia. Igual que los colegas de algún jugador de fútbol. Vamos, que le fue mal. Se endeudó y entonces fue a robar a un vecino para pagar su deuda. Pero el vecino se despertó, forcejearon… y el que un día fue joven rico mató al vecino de un golpe en la cabeza. Los criados lo retuvieron. Lo condenaron a morir en una cruz. Una muerte humillante reservada a la morralla.

El día de la ejecución la ciudad estaba abarrotada. El chaval no entendía nada. «Vale, he sido un mangarrán. Pero por qué grita tanto la gente. Ni que fuese yo Judas el Galileo». Hay otro condenado a su lado y una cruz vacía en medio de los dos. Cuando llega el de en medio el joven se sobrecoge. El hombre es todo sangre y golpes. Pinchos en la cabeza, clavos en las manos y pies y el cuerpo surcado por heridas como zarpazos. El herido mira al cielo y dice «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen». Entonces el joven reconoce la voz. Una voz que le habló con cariño hace año y pico. El crucificado mira a Jesús y le dice: «Acuérdate de mí». Añade algunas señas: el pueblo de donde es, aquello que le dijo sobre venderlo todo y seguirle. Que era rico y tenía miedo. «Ahora soy pobre y no tengo nada. Acuérdate de mí». Entre sangre, espinas y los golpes no se ve bien la mirada de Jesús. Pero su voz es clara cuando le dice que ese mismo día se encontrarán en el paraíso.