Dicen que el plumilla de raza no debería jamás dejarse manipular por lo cibernético, ni escribir al dictado de las redes o ser víctima del trending topic. Sin embargo, yo he sucumbido ante el algoritmo.

YouTube me ha propuesto vídeos sobre la preparación de la morcilla limusina, el paté de Pascua del Berry y la tortilla de la madre Poulard (antaño cocina tradicional, hoy espectáculo para turistas japoneses). Luego la cosa se ha ido complicando hasta conducirme a una de las últimas polémicas que han surgido en territorio de la République: la adopción problemática de una jabalina que su dueña ha bautizado con el nombre de Rillete. Tiene su gracia. Esto es como si aquí alguien pretendiera adoptar un ibérico y le llamara sobrasada. Nomen est omen.

Élodie Cappé, una criadora de caballos de Chaource, se encontró en 2023 a un rayón de tres kilos hurgando en la basura, detrás del establo, y empezó a cuidar de él. Hoy el rayón es guarra y —¡chacho!— ya pasa de ocho arrobas. Élodie solicitó al Leviatán administrativo francés, concretamente a la «Dirección departamental del empleo, del trabajo, de las solidaridades territoriales y de la protección a la población» (DDETSPP) el reconocimiento oficial de la adopción, pero nenni. Nada. ¡Puerca Administración! Al ser la cochina un animal salvaje, la dueña estaría infringiendo la legislación sobre medioambiente. Ello podría acarrearle una pena de hasta tres años de cárcel y 150.000 euros de multa. Después de proponerle el sacrificio o el abandono de la jabalina, opciones inasumibles para Élodie, la procuradora de la República encargada del asunto ha dado marcha atrás frente a la presión popular ejercida para salvar a Rillette de una muerte segura. Aquí se ha metido hasta Brigitte Bardot (Initials B.B.) que, si en la época De Gaulle sólo llevaba por equipaje unas gotas de Guerlain en el cabello, hoy tiene metido el equivalente de veinte colleras de perros en La Mandragore. (Y Dios creó a San Antón, sin barba, en Saint Tropez).

Bardot guiando al pueblo, sin Harley Davidson, pero envuelta en la tricolor, representa esa victoria de la que no pudieron disfrutar los norteamericanos en el caso de la ardilla Peanut y el mapache Fred. Al otro lado del charco, un roedor influencer y su compañero de piso, Fred, han sido «asesinados por el Estado Profundo» como decía un tuitero en fechas recientes. Peanut había sido rescatada por el americano Mark Longo siete años atrás y hacía las delicias de su millón largo de seguidores en Instagram, posando con un sombrerito cowboy o degustando un gofre. Hasta que un día, diez o doce agentes del Departamento de Conservación del Medioambiente (DEC) de la ciudad de Nueva York irrumpieron en la casa de su dueño con una orden de registro, confiscaron a la estrella de las redes sociales, y de paso al pobre Fred, y se los llevaron para darles matarile. En un mitin de campaña celebrado en Carolina del Norte el pasado noviembre, JD Vance utilizó el ejemplo del eutanasiado de las mascotas y el despliegue administrativo y policial realizado en este caso para hacer notar las prioridades de la Administración Biden/Harris en lo referente a la lucha contra el crimen.

El infierno, más que los otros, es el enjambre de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes con las que nos cubre el Estado y de las que ya nos advirtió Tocqueville. El nombre del departamento administrativo francés encargado del caso Rillette no deja nada a la imaginación.

Quizá también por eso, la imagen reciente de Donald Trump en medio de un recinto deportivo, firmando una orden ejecutiva que deroga 78 órdenes de Biden, retirando a EEUU de la OMS y del Acuerdo Climático de París, sea tan alegórica.