Todo padre se ha de enfrentar algún día al primer «caca-culo-pedo-pis» de su hijo. El niño ha escuchado por ahí esas palabras u otras semejantes, y, llevado por la inercia o por un ingenuo afán transgresor, las repite con ahínco. No le interesan tanto las palabras en sí —que hasta él mismo considera irrelevantes— cuanto la reacción de quien las oye. La primera vez que el niño dice «puta» está explorando los límites. Quiere saber qué existe más allá de la línea roja. Es un buscador. Dice «puta» pero piensa «abracadabra».
El consejo se repite de generación en generación. Antes de nada, hay que distinguir entre lo que sean, en el niño, ansias de conocer y ganas de llamar la atención. Si es lo primero, adelante, porque será la manifestación de una inteligencia que empieza a fluir por sí misma. Pero, si es lo segundo, despréciese con la misma contundencia con la que aquel tirano ordenaba «exprópiese». Es el momento perfecto para ignorar al niño y sus bobadas. Hay que contener, mediante el desdén, los deseos provocadores de la criaturita.
Pero la tentación de intervenir está ahí. Uno escucha según qué cosas y se encrespa el guardia de seguridad que todo padre lleva dentro, presto a cortar por lo sano cualquier exceso. Si uno flaquea e interviene con gran escándalo («¿Pero qué palabras son esas? ¡Habrase visto!»), triunfará la provocación. El niño ya sabrá que eso hace algún tipo de daño y, cuando le convenga, hurgará en esa herida.
No demoraré más la imagen. Eso es justamente lo que nos está pasando. Tenemos mucha gente talludita cuyo discurso es, en el fondo, «caca-culo». Un ejemplo: un ministro habla del presidente de otro país y le acusa de «ingerir sustancias». Podríamos ignorarle, por muy ministro que sea. Pero no: hay que reírle la gracia al niño, y escandalizarse y perder el tiempo —y sé que yo ahora también lo pierdo y, ay, se lo hago perder a usted—. Otro ejemplo: se organiza todos los años un festival europeo de canciones. Pero no se trata ya de cantar —a estas alturas, ¿a quién le podría interesar la música?—, sino de epatar, ya sea con una mujer barbuda, una letra más o menos guarrindonga o una puesta en escena fuera de escena —es decir, obscena—. Podríamos prescindir del feísmo. Pero no: hay que encenderse de nuevo porque los nenes han vuelto a decir «caca-culo».
Con todo, la culpa no es de nuestros adultos infantiles. Ellos, que se han negado a crecer —y Peter Pan no es el único Peter—, hacen lo único que saben hacer. Se limitan a disfrutar del espectáculo que su provocación genera. Somos nosotros, los de las vestiduras siempre rasgadas, los que alimentamos tanta puerilidad.
Propongo cambiar de estrategia. Probemos con la sabia displicencia de los padres cuando el niño da el coñazo para hacerse notar. No mencionemos siquiera la penúltima tontería de cualquier famosete. Ni un sólo tuit. Que el desaire venza a la flatulencia.