Hay días en los que me gustaría tener la edad suficiente como para poder escribir con nostalgia de algo. No se trata de que nada me produzca nostalgia; es, sencillamente, que me resulta un poco ridículo leerme a mis veinticuatro años cantando las bondades de un tiempo que pasó y que nunca va a volver. Yo no puedo hablar, como hizo Gistau, del Madrid de Juanito. Ni como Peyró de cuando a Horcher sólo podía entrarse con corbata. Ni siquiera como Javier Aznar, que no es tanto más mayor que yo, sobre las sitcom de los noventa. Porque yo he vivido el Madrid de los galácticos, jamás he estado en Horcher y vi Friends por primera vez con veinte años.

No obstante, ya voy planteándome de qué hablaré a mis hijos cuando tenga esa edad en la que es legítimo echar de menos el mundo en el que uno creció. Empezaré, seguramente, por el Madrid de las cuatro copas de Europa en cinco años. Les diré que en realidad lo construyó Mourinho aunque la gloria se la terminasen llevando otros con más suerte y menos talento. Después creo que les hablaré sobre los discos de punk-rock adolescente que acumulaba en el segundo cajón de mi escritorio y, para que me entiendan, les pondré American Idiot, que tenía repetido porque era mi favorito. Además, omitiendo por su bien las biografías de músicos que su padre devoró con fruición, los incitaré a leer algunos de los libros que me cambiaron la vida, como Las máscaras del héroe y Lo que está mal en el mundo, pero insistiendo en que jamás deben preferir la lectura a la taberna. E insistiendo, casi con más ahínco, en que leer mal es mucho peor que no leer, pues no leer por lo menos nos permite conservar el sentido común.

Cuando entren en la adolescencia los envidiaré. Empezarán a vivir desengaños amorosos sin ser conscientes de que tienen poco que perder y nadie ante quien responder. Será entonces cuando les cuente cómo conocí a su madre y, para su desgracia, me alargaré más que Ted Mosby. Y no sólo porque la historia sea digna de contarse, sino porque espero que les sirva de algo; de consuelo, de ejemplo o hasta de testimonio de un pasado muy remoto. Porque yo no me imagino a mis hijos comprando libros en una librería o flores en una floristería como hago yo cada veintinueve. No conocerán la pequeña propiedad, pues Amazon et alii ya habrán acabado con ella. A lo mejor ni siquiera llegan a disfrutar de uno de esos hoteles como los que nos alojan a su madre y a mí cuando visitamos París o Palermo o San Sebastián; es mucho más probable que ellos terminen alojándose en apartamentos contratados por internet que, además, pertenezcan a fondos de inversión. Tampoco viajarán en coche a Galicia, a Ávila o a Marbella como nosotros; irán en trenes eléctricos no contaminantes sin posibilidad de parar en una gasolinera a comerse un bocadillo de lomo con pimiento o comprar una navaja de Albacete.

Sé que lo que les cuente les sonará viejo. Supongo que tendrán una sensación similar a la que tenía yo de niño cuando mi padre me contaba que su televisión sólo tenía un canal. O que su primer móvil fue un maletín. O que para arrancar su moto había que pedalear. O que hasta sus treinta y tres nunca había visto al Madrid ganar una copa de Europa. Lo miraba atónito, como extrañado de que pudiese echar de menos todo eso, y sé que así me mirarán mis hijos a mí. Pero yo, con ese gesto melancólico tan propio de videoclip de canción de country contemporáneo, contestaré que me he ganado el derecho a la nostalgia.