Cada arte tiene su modo de expresión propio y su forma concreta de admiración. Con la escultura contemplamos la maestría de los cincelazos del artista y cómo de un trozo de mármol salvaje se extrae una obra de arte sublime. Con la pintura nos maravillamos con los poderes hipnóticos del pincel del retratista: cómo un Velázquez logra extraer todo el carácter de un papa hasta infundir temor en el espectador con un armonioso uso del color, la forma, la sombra y la proporción. Con el cine nos quedamos estupefactos ante la capacidad de un equipo técnico liderado por su director para proyectar en nosotros toda clase de emociones y sentimientos con el uso adecuado de una simple cámara. Con la música —hay quienes la consideran la mayor de las disciplinas artísticas—, el compositor logra retrotraernos a experiencias pasadas o infundirnos un recuerdo nuevo: pocos olvidarán la primera vez que escucharon un tema musical cuyo impacto fue total.
Algunos dirán que la mejor manera de vivir estas experiencias es recurriendo, precisamente, a esa forma de expresión adecuada para disfrutar de una pieza artística. No les falta razón. Como mejor se admira un paisaje es contemplándolo in situ. Pero a través de otro gran arte, la literatura, se profundiza aún más en todos los detalles que nos ofrecen cada una de las restantes artes. La palabra descubre vericuetos inexplorados.
UNA AUTÉNTICA EXÉGESIS DEL SÉPTIMO ARTE
Algo así sucede con ¿Qué es el cine? del francés André Bazin, un conjunto de ensayos donde el autor despliega sus conocimientos sobre la disciplina. Un fenómeno que llevaba pocas décadas en circulación. Para Truffaut, su protégé en Cahiers du cinéma e impulsor de la recopilación de sus textos más destacados —Bazin falleció con solo 40 años en 1959 por una leucemia— era algo más que un comentarista de cine: sus textos son sesudos y ayudan a aprehender la esencia del séptimo arte. Escribió sobre cine cuando el cine aún no gozaba de la popularidad ni consideración suficientes por parte de ciertas élites culturales cuya mirada al mismo era de desdén. No obstante, Bazin dejó escrito que el cine es «el arte específico de la epopeya».
El autor realiza una verdadera exégesis de lo que supuso esta revolucionaria expresión artística. Prueba de ello es el bellísimo fragmento en el que discurre sobre la imagen fotográfica desde una perspectiva teleológica, que describe como «verdadera captura de la huella luminosa» de un objeto, un paisaje o una persona: «Hasta la aparición de la fotografía y más aún del cine, las artes plásticas, sobre todo en el retrato, eran los únicos intermediarios posibles entre la presencia concreta y la ausencia. La justificación se centraba en el parecido, que excita la imaginación y ayuda a la memoria. Pero la fotografía es una cosa distinta. No es ya la imagen de un objeto o de un ser sino su huella. Su génesis automática la distingue radicalmente de otras técnicas de reproducción. El fotógrafo procede, con la mediación del objetivo, a una verdadera captura de la huella luminosa: llega a realizar un molde. Como tal, trae consigo, más que la semejanza, una especie de identidad (el carnet del mismo nombre sólo es concebible en la era de la fotografía)».
Y señala su diferencia respecto a la revolución de la imagen en movimiento, la cinematografía: esta «realiza la extraña paradoja de amoldarse al tiempo del objeto y de conseguir además la huella de su duración». Va más allá. Frente a quienes piensan que el cine no es más que una evolución del teatro, André Bazin lanza un argumento irrefutable: «No puede hacerse teatro más que con el hombre, pero el drama cinematográfico puede existir sin actores».
UN CLÁSICO PARA CUALQUIER CINÉFILO
La obra de Bazin está repleta de consideraciones a la altura de esta reflexión. También contiene otras de cariz menos intelectual pero igualmente destacables, como la descripción profunda de detalles que convierten a films en obras maestras, como La diligencia (1939) de John Ford; el apenas conocido cine de Jacques Tati, un subgénero en sí mismo; la revolución que supuso el neorrealismo italiano de posguerra o por qué llamamos puro cine, Hitchcock dixit, al cine mudo: «El cine mudo es un arte completo. El sonido no desempeñaría más que un papel subordinado y complementario», señala el francés en su artículo sobre la evolución del lenguaje cinematográfico.
También dedica espacio a un aspecto fundamental del cine, la magia del montaje, y por qué supuso la mutación de la técnica cinematográfica en arte cinematográfico, con especial mención a los avances soviéticos en este campo. El efecto Kuleshov y los experimentos de Eisenstein en El acorazado Potemkin (1925) marcaron un antes y un después. El autor del ensayo dice con acierto: «El sentido no está en la imagen, es la sombra proyectada por el montaje sobre el plano de la conciencia del espectador».
André Bazin incluso se atrevía a aseverar hace 70 años que ya había en su época novelas escritas desde la óptica cinematográfica, no con el fin de que fuesen adaptadas a la gran pantalla con más facilidad, sino porque el escritor ya pensaba y escribía influenciado por el visionado de películas y su modo particular de relatar historias. Opinión similar mantuvo el pensador español Julián Marías varias décadas después en su discurso de ingreso como académico en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando: «La admirable novela de Azorín, Doña Inés, es puro cine; se podría hacer una película tomándola como guión, siguiendo paso a paso sus conexiones vitales». Los textos de Bazin son de tal profundidad que el lector se quedará con las ganas de saber qué hubiera pensado del Nuevo Cine Americano de los años 70, el fenómeno de las series de televisión o la inauguración de la era blockbuster con Tiburón (1975).
EL ORIGEN DEL CINE ESTÁ EN EL WESTERN
A lo largo de sus casi 400 páginas llama poderosamente la atención la importancia que da Bazin al género western. Le dedica varios artículos condensados en una afirmación inequívoca: «El western es el cine por excelencia». El francés hace antes un recorrido histórico anterior al género para justificar su teoría: hace referencia a las revistas y relatos cortos de poca monta de la segunda mitad del siglo XIX en las que el Oeste estadounidense era el escenario de multitud de aventuras e historias épicas de tintes homéricos. Este contexto fue la materia prima para que ya en los prolegómenos del cine haya destacado un cortometraje como Asalto y robo de un tren (1902), un primitivo western que ya marcó su destino: convertirse en la epopeya homérica del siglo XX en la gran pantalla.
«El western es el único género cuyos orígenes se confunden con los del cine y que después de medio siglo de éxito ininterrumpido conserva siempre su vitalidad», escribe en 1953 en el prólogo de Le Western ou le cinéma americain par excellence. Casi 75 años después, el western ya no goza de tanta fama ni numerosas producciones anuales, pero sí se siguen estrenando grandes manifestaciones del género como Comanchería (2016), Hostiles (2017) o la serie Yellowstone (2018). Incluso el propio Martin Scorsese ha dedicado su última película, Los asesinos de la luna (2023) al género norteamericano por antonomasia. Y lo que le queda de recorrido.
Si, como dice André Bazin, «la marcha hacia el Oeste es nuestra Odisea», yo aún sueño con que haya quien se embarque en una historia que recoja ese espíritu de frontera de los clásicos del western y lo traslade a un relato de la península ibérica medieval. Si los estadounidenses tuvieron su Oeste en el siglo XIX, mutatis mutandis los españoles tuvimos nuestra Reconquista a lo largo del Medioevo. Para empezar, no estaría mal adaptar El corazón de piedra verde (1942), de Salvador de Madariaga, cuyas páginas rebosan espíritu de conquista de lo desconocido como el western. La esperanza es lo último que se pierde.


