Siendo cada día más y mejores (los escritores, las columnas, las publicaciones), uno empieza a encontrar más difícil esa discriminación por la que leer a, qué sé yo, Bustos, te deja sin leer a De Prada; o que por indagar entre los nuevos artículos de Centinela y La Iberia, nos terminemos quedando sin husmear entre las páginas del ABC. Así, henchido de duda, les confesaré que suelo resolver mi enigma entrando en la sección de religión de El Debate.

En esa sección ayer Rocío Solís escribió el texto que más me ha gustado en estos últimos meses. El verano es una tertulia, sostiene. Y como no puedo reproducir su artículo entero aquí, procedo a recrearme en cada párrafo, confiando en que les sirva para hacer oración como a mí me ha servido —por algo se publicó en la sección de religión, claro está. Rocío Solís viene a decirnos que todo lo bueno del verano cabe en una sobremesa, en una tertulia alargada, alejada del mundanal ruido. «La tertulia veraniega es ese tiempo que se da por sobreabundancia de bienes. Se está con los que se ha elegido estar o con aquellos que se te han regalado sin esperarlo», nos dice. Así, nuestro verano cabe en una tertulia porque en ella vive toda la naturalidad del amor, que se hace palabra prolongada, chascarrillos entre amigos y miradas entre familiares.

Solís, a quien intuyo fan del Tabor, introduce sin embargo una idea que no puede por más que hacerme sonreír. La de la tertulia como preámbulo del cielo. «Es fácil imaginar que algo así debe ser la Patria venidera: una noche de verano, cuajadita de estrellas, risas y licores, mucha palabra, y ninguna dicha para herir». Y pienso yo ahora, con el poeta, que quien lo probó, lo sabe. Porque estos últimos días yo he andado en el monte con amigos y de todos nuestros dolores físicos terminamos por acordar que el más sorprendente y placentero era el de garganta. Estuvimos días y noches hablando con el único pretexto de sabernos queridos por la palabra y felices por los silencios.

De esta forma, mis últimos días de verano los he empleado en hablar con aquellos con quienes el cielo parece cercano, inminente. Si el verano cabe en una tertulia, el cielo no debe alejarse de esta experiencia, que pone de manifiesto una nueva «modalidad de la relación que de forma misteriosa hace que todas las voces sean una sola». En esta unidad, el verano ha terminado por enseñarme, como a Solís, que «el cielo será muy parecido a una tertulia». Así, en el cielo, como ahora, «volveremos a contarnos las cosas que ya sabíamos por el mero placer de volvernos a narrar, donde la risa y el canto sean la matriz más adecuada a nuestra humanidad». Pues eso.