Nunca dejará de fascinarnos la risa de aquella muchacha tracia. Lo narra Platón en el Teeteto. Mientras miraba al cielo estrellado, Tales se cayó en un pozo, y la muchacha en cuestión se rio del sabio, que «en su avidez por conocer las cosas del cielo, perdió de vista lo que se encontraba a sus pies». Y comenta Platón que «la misma burla podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía».

De todos modos, lo cierto es que esa burla ya no afecta a quien, cautivado por el asombro, ha comenzado a vivir de otra manera: quien intuye un nuevo semblante de las cosas no va a preocuparse por naderías. El asombro, que es un acontecimiento íntimo, lo cambia todo. El filósofo —o, si prefiere, el universitario o, más en general, la persona culta— no saldrá jamás de su perplejidad y, sin salirse de lo cotidiano, tendrá una mirada nueva, más profunda, para todo lo que sucede. Se quedará en el pozo para siempre, a despecho de las risitas de las muchachas tracias presentes y futuras.

Del asombro no se sale porque siempre cabrá una pregunta más honda. Como ha explicado Pieper, es posible que algo se demuestre científicamente, «pero nunca podrá ser contestada definitiva y terminantemente una cuestión filosófica». La filosofía es «una forma de sapiente resignación», un «amoroso buscar», un «estar en camino», la «alegre serenidad del no-poder-comprender», como también escribió el autor alemán. Gómez Dávila dijo lo mismo en un escolio: «Nunca podemos garantizar la perduración de una proposición científica ni asegurar que un enunciado filosófico haya muerto».

De modo que la filosofía auténtica (la que permanece asombrada) conoce bien sus límites, y sólo los más osados pretenderán que de sus magines surja algo así como una doctrina de salvación o una fórmula magistral del mundo.

¿Y qué podría ser, para el hombre corriente, lo que para el filósofo constituye el asombro? ¿A partir de qué acontecimiento personal, de qué realidad incontrastable, podrá empezar a vivir de forma lúcida? Cuando las cosas se tuerzan y quiera restañar sus heridas, ¿dónde buscará un suelo firme para el consuelo? ¿Se pondrá estupendo y le bastará su amor propio? Como el barón de Munchausen, ¿saldrá de la ciénaga impulsado por sí mismo, a fuerza por orgullo, por sus bemoles?

A mí me parece que, de la misma manera que, en un orden biográfico, lo primero es ser hijo —y de ahí la hondura de la relación filial—, lo que enseguida encontramos en nuestras vidas es la intemperie, una sensación de cierto desamparo a la que, como a nuestra condición de hijos, podríamos sin duda regresar. Porque «La intemperie es la casa verdadera, / abierta por completo y para siempre / a lo posible y a lo imposible, / a las cosas del hombre, / con su fascinación y sus espantos, / con todo su dolor / y toda su alegría», en palabras de Sánchez Rosillo. Así que no nos quedará otra que padecer los rigores del cielo descubierto. Sólo así veremos las mismas estrellas que Tales aún contemplaba desde el pozo.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).