Solemos emplear el sintagma «arrimar el hombro» cuando alguien presta su ayuda o colaboración a otra persona o grupo para conseguir un fin o para lograrlo de una forma más fácil. Una manifestación más del famoso trabajo en equipo y del trabajo «codo con codo» que, apelando a lo colectivo y a la comunidad, es capaz de encender nuestros instintos más gregarios provocando una cierta sensación de satisfacción cuando se realiza. Se dice que el origen de esta expresión tuvo lugar en los ambientes rurales donde los jornaleros que trabajaban en el campo se ayudaban los unos a los otros para sembrar y cosechar, siendo su explicación la propia postura que adoptaban los trabajadores de ir algo encorvados y a menudo con sus hombros en contacto.

Resulta obvio que aunar fuerzas en una misma dirección por medio de la colaboración voluntaria entre individuos permite alcanzar objetivos que de forma aislada no se conseguirían. Sin embargo, en el ámbito de la política, el significado de la expresión cambia radicalmente: atrás queda la idea de «bajar al barro» y de esforzarse en igual medida, pues quienes acostumbran a pronunciarla pretenden exigir al resto un sacrificio que ellos mismos no están dispuestos a hacer. Sin embargo, quienes son llamados a arrimar el hombro, no tienen más remedio que acatar la orden, porque el hombro sólo debe arrimarse en los términos y condiciones indicados, no existiendo posibilidad de disentir o sugerir una forma distinta de hacerlo.

Esta fue una de las reflexiones a las que llegué después haber estado escuchando más de una hora y veinte minutos a Pedro Sánchez en su discurso de hoy sobre el debate del estado de la nación. O ayer a la ministra Teresa Ribera. Me cuesta imaginarme a cualquiera de los que asistieron hoy al Congreso de los Diputados subiendo el aire acondicionado en sus casas en plena ola de calor, tal y como se lo han pedido a la ciudadanía, como muestra de una solidaridad mal entendida.

Tampoco me resulta sencillo de creer que el presidente se vaya a «dejar la piel para defender a la clase media trabajadora de este país» cuando ésta necesita trabajar 193 días al año para pagar todos los impuestos a los que tiene que hacer frente, y ninguna de las medidas anunciadas hayan sido una rebaja fiscal, sino más bien al contrario. La creación del impuesto a las entidades bancarias y a las grandes empresas eléctricas por sus beneficios extraordinarios, lejos de ser una buena noticia, a pesar de venderse como un triunfo para la «justicia social», supone una transferencia del dinero del bolsillo del ciudadano al Estado, pues no serán las compañías las asuman ese incremento de los costes, sino el consumidor.

Me ha quedado muy claro que la situación económica actual únicamente es culpa de Putin, y no el resultado de que la Unión Europea llevase a cabo una política energética nefasta que apostaba más por un mix ideológico que por uno realista. Tampoco tiene nada que ver la inflación con que el Banco Central Europeo siguiese durante los últimos años una política monetaria expansiva, acentuada con motivo de la pandemia. Lo realmente destacable es que por primera vez desde 2008 en España hay menos de 2,9 millones de parados, que el salario mínimo es el más alto de la historia y que nuestro país no es falocentrista. Porque lo de que somos más pobres que en la última crisis de 2008 es una baza que de momento no es útil, y cuando es así, no hay nada mejor que ocultarlo.

En resumidas cuentas, arrimar el hombro en política significa que recaerá sobre los ciudadanos —y no sobre los dirigentes— la responsabilidad de hacerse cargo de los platos rotos. Así que cada vez que escuchen un discurso como el de hoy, siempre hablado en primera persona del plural, prepárense para lo que viene porque saldrá caro y lo pagarán ustedes.