El apagón de un pueblo

Somos un país que no pide responsabilidades a la sarna política que nos gobierna: el apagón ha sido el enésimo ejemplo

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Hay veces que la Historia viene a pegarnos de frente, porque siempre conviene recordar de dónde venimos y por qué somos lo que somos. No descubro nada si digo que hace unas semanas el apagón nos pilló por sorpresa, puesto que de un país dirigido por el 1 con una economía que «va como un tiro» no te esperas quedarte a oscuras durante un día entero.

Enseguida las reacciones de la gente fueron de lo más variopintas. Los hay quienes se quedaron en una terraza, los que fueron a pasear o quien decidió dar un concierto en mitad de la plaza de su pueblo. En el día del shock, casi cualquier respuesta puede ser aceptable. El problema llega al día siguiente. La prensa a sueldo ya empezó a loar el comportamiento de una población aborregada. Somos un país que no pide responsabilidades a la sarna política que nos gobierna.

El apagón ha sido el enésimo ejemplo de que pueden hacer con nosotros lo que quieran. Hubo un tiempo en el que no éramos así. Por ello, la efeméride nos viene a poner en nuestro sitio. Como madrileño, estoy muy orgulloso de vivir en la ciudad del 2 de mayo. Un pueblo que salió a la calle por Dios, la Patria y el Rey. Unido contra el invasor, sin miedo a la muerte y acogiéndola entre sus filas como la más digna compañera.

¿Qué fue de la dignidad de la nación universal? ¿Qué nos ha pasado para que, valga la redundancia, nunca pase nada? Un apagón como este no es fruto de un error puntual, ni de una legislatura. Es el resultado de 50 años de decadencia paulatina. Una decadencia que nos lleva acompañando a algunos desde que hemos nacido. Nos hemos acostumbrado a que cada día las cosas funcionen un poco peor, a añorar tiempos que no hemos vivido, a escuchar aquello de «en mi época podíamos hacer esto y ahora no» por boca de nuestros padres. Un día es el tren, otro la luz, el agua, el teléfono; mañana será el colapso de la sanidad, porque decir que el de nuestras fronteras está por pasar es negar la realidad. La modernidad no nos ha traído más libertad, nos ha enclaustrado en el conformismo, la complacencia y el tedio como sentimiento generalizado.

Hemos importado el tercer mundo para terminar por convertirnos en él. Tenemos un sistema podrido, una Unión Europea que trabaja contra sus ciudadanos y una población que envejece por momentos. Vivimos en un Leviatán con discapacidad con tendencia a autolesionarse y nosotros nos dedicamos a tocar el arpa mientras Roma arde.

Rubiales, Melody, Eurovisión, Israel, Trump, Negreira, TVE… todo son migas de pan para un pueblo que se mira el ombligo mientras camina hacia el abismo. Sánchez manda a los bomberos que negó en Valencia a retirar pancartas, Feijoo pacta la sustitución étnica, España muere con la aquiescencia de sus ciudadanos, gracias al empuje de sus políticos y siendo lentamente eutanasiada por sus aliados.

En el mundo de la diversidad sufrimos una crisis de identidad apabullante. Por ello, tenemos que hacer el ejercicio de estudiar nuestra historia, admirar sus monumentos, venerar sus cementerios y recordar que hubo un tiempo en el que el pueblo español fue digno de tal nombre.

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