Con el paso de los años, las personas coleccionamos arrugas, aprendemos lecciones y acumulamos experiencias. Estas últimas son muy variadas, pero, por la marca que imprimen en el alma, destacan las alegrías y los desengaños. Hoy, me temo, toca hablar de los segundos.

Algunos de esos desengaños juegan en el terreno de lo abstracto y son difíciles de ubicar, pero la mayoría ocurren en lugares. El aula en la que suspendimos aquel examen, el campo donde perdimos aquel partido, el despacho en que nos despidieron por primera vez. En los desengaños, como en todo, quien reina es el amor y las decepciones del corazón son particularmente localizables. «Yo me maté en esa curva», escribió Cortázar hablando, claro, de la comisura de unos labios femeninos. Y no es para menos, pues en la sonrisa de una mujer está toda la creación.

Pero yo, que no sé blandir la poesía del argentino, me refiero a lugares menos metafóricos. En concreto, a ese caleidoscopio de rincones que son las ciudades. Y es que, si uno vive en una urbe grande o pequeña —pongamos que hablo de Madrid—, con el tiempo, los anhelos insatisfechos se van acumulando en la geografía de la ciudad. Perfectamente ubicados. Cuando uno pasa cerca de ellos, siente la punzada del recuerdo: en ese bar la conocí, en aquella esquina me atreví a besarla por primera vez, en ese parque nos dijimos adiós.

En el lapso de tiempo en que la herida aún es reciente, el corazón suele activar sus defensas y te lleva a evitar esos lugares donde habita el dolor. O, si los busca, es por un extraño sentido de la inmolación, que a veces raya en masoquismo, en el que uno personifica aquello de Lope: «No hallar fuera del bien centro y reposo». Aunque ese bien se haya esfumado hace mucho.

Pero la vida continúa y —no por ser tópico es menos cierto— el tiempo todo lo cura. Por eso, un día me decido a enfilar esa calle por la que paseamos una tarde de septiembre, me armo de valor y entro en ese café donde hablamos de nuestra común afición al cine, y, sí, oso entrar en la iglesia en que escuchamos el sermón cogidos de la mano. Con un poco de suerte, uno acaba aventurándose a pasar por aquellos lugares de los que durante un tiempo no quiso acordarse. Y hasta es capaz de sonreír, de agradecer y, cuando corresponde, de perdonar.