Pensar en la coyuntura es agobiante. Y hablando del Ecuador, hoy, es caer en el desasosiego y la incertidumbre. El país afronta una profunda crisis económica, política, social, institucional. Atraviesa una crisis sistémica, con inusitados síntomas que permanecieron ocultos durante años, pero que hoy se manifiestan en su máximo esplendor.

Para haber llegado a este punto, mucha agua ha corrido bajo el puente. Y es que, durante años, el Ecuador se acostumbró a vivir del artificio y la apariencia. De una ficción, de una irrealidad. De una burbuja que distorsionó los hechos, que suplantó la satisfacción de necesidades básicas, por un falso estado de bienestar y sensación de desarrollismo, al puro estilo de los años 70 del siglo pasado.

En efecto, no es posible abstraer de cualquier mirada de la realidad, a la ensoñación y el adormecimiento de una nación que, con las excepciones de rigor, prefirió el acomodo de la época del boom petrolero, el gasto público irresponsable que degeneró en derroche, sin importar la paulatina instauración de un régimen que giró en torno al caudillo y el culto a su personalidad, ni el desfalco del erario público mediante actos de descarada corrupción, ni el desmantelamiento de la precaria y débil institucionalidad que quedaba, hasta que ella quedara en soletas.

Las consecuencias de pisarle la cola al tigre, de caminar por el filo de la cornisa durante tanto tiempo, en algún momento llegarían. Y, lógicamente, las secuelas de la irresponsabilidad no son nada agradables, ni fáciles de sobrellevar. Después de una fiesta prolongada con excesos, la resaca es inevitable. Por demás está decir que el país ya la está padeciendo.

Pese a ello, la incompetente casta política, que maneja los hilos y debería conducir el barco a puerto seguro, produce grima e indignación por su apetencia de poder, por su mezquina ambición de considerar al cargo público como el alimento para saciar hambres atrasadas, por su absoluto cinismo para justificar lo injustificable y transformar lo malo en bueno, por su esmero en aparecer como ilustres salvadores, cuando su nivel es menos que paupérrimo.

La Asamblea Nacional, el poder Legislativo, que es el órgano llamado a ser el escenario de los más altos y lúcidos debates e intercambios inteligentes de ideas y concepciones respecto a la economía, el manejo de la cosa pública, y de transparentes ejercicios de legislación y fiscalización, se ha convertido en un escenario de ignorancia, circo y violaciones constantes a la Constitución, en un mar de mediocridad y superficialidad al que el país se ve obligado a navegar con esa calidad de representantes.

Escuchar de esos novísimos «notables» proclamas propias de las izquierdas más reaccionarias del siglo pasado, desconfiando de la iniciativa privada y considerándola prácticamente como una enemiga, pese a que, en estos días, el Ecuador necesita con premura generar las condiciones propicias y necesarias para la atracción de inversiones, la creación de empleo y, consecuentemente, obtener los recursos necesarios la atención de los sectores sociales más vulnerables a los que tanto dicen defender, confirma el patético nivel que convirtió al Legislativo en un tablado donde se alardea dogmatismo e irracionalidad, que atenta contra la estabilidad democrática.

Frente a esto, hay un vacío gigante atribuible al Gobierno de Lasso. En países como el Ecuador, no es sólo responsable, sino que es indispensable hacer algo más que comunicar: eso es explicar en lenguaje sencillo y claro la situación actual del país, y las medidas que se deben adoptar para paliar la crisis. Un ejercicio de pedagogía, en resumen. Prescindir de ello es, simplemente, optar por el naufragio.

Y es, precisamente, ese silencio atronador del Gobierno, que genera suspicacias sobre su desconexión con el mundo real y con lo que sucede en la vida diaria, sus errores y omisiones, lo que cede desbocadamente la iniciativa y la simpatía de la opinión pública al populismo, al autoritarismo o al estatismo irracional, como mágica solución y pócima para todos los problemas y necesidades que arrastra el Ecuador, paradójicamente, producida por éstos últimos.

Más que nada, se requiere de generosidad, de mucho sentido común, de lucidez y de razón, aquella que invocó Unamuno y que actualmente brilla por su ausencia. De honestidad y transparencia. De prudencia en el manejo del desaguisado que se viene gestando desde hace décadas, y que se profundiza cada vez más con la irrelevancia, intrascendencia e incapacidad que se han instalado como norte, faro y guía del debate público y de la toma de decisiones.

Como dijo alguna vez un expresidente ya fallecido, en el Ecuador hasta se puede tostar granizo. Lo imposible, de repente se vuelve probable, y aquello que es factible muta para ser inviable. Así, ¿cómo salir del subdesarrollo? ¿Cómo sentar las bases para que, por medio de un proceso serio y sostenido, se re institucionalice el país?

Ensayar una respuesta es, a todas luces, incierto. El país requiere urgentes y drásticas decisiones para afrontar esta crisis sistémica. Requiere, además, compromisos del ciudadano común y corriente, del individuo que se esfuerza y quiere progresar en base a su trabajo honesto, de una sociedad civil vigorosa que necesita que el país se desbloquee y se le permita progresar en paz.

El Ecuador tiene todas las condiciones para ponerse a la vanguardia y ser referente regional, pero si continúa con su adicción al sinsentido y la cerrazón, seguirá escenificando el realismo mágico sacado de una novela de García Márquez.