A más de una de las formaciones que concurren a las elecciones de Castilla y León se le está haciendo larga la campaña que cerrará el próximo domingo. Unas elecciones que, si bien en un principio se presentaban marcadas por la ineptitud del ministro Garzón, en su tramo final veían como era la impericia de uno de los diputados populares la que actuaba como revulsivo para la izquierda en unos comicios que ésta daba por perdidos.
Con un PP cuesta abajo en las encuestas desde las primeras proyecciones, un Cs moribundo, y Vox con un resultado imprevisible, la cuestión principal para la derecha es la de encontrar la fórmula con la que gobernar, asunto que se antoja más complicado de lo que debiera.
Mientras Igea reproduce una de las múltiples y fugaces estrategias del candidato Gabilondo a la Asamblea de Madrid, esa del «progresismo moderado pero abierto, centrado no de centro, con los brazos abiertos en las dos direcciones» para evitar a Vox y Podemos (tomando al PSOE actual como moderado), el enredo en que se han ido adentrando los populares no es cosa menor, un embrollo que no se sabe si es la causa de su declive en los sondeos o si es precisamente la consecuencia de éste. Y éste es qué hacer con Vox.
Se cuentan por decenas los sesudos y clarividentes analistas que exhortan a Casado a evitar cualquier acercamiento a Abascal, a encastillarse en el discurso de la moción de censura contra Sánchez que tan discretos resultados le dejó en Cataluña. Profetas que, compartiendo simpatía hacia Albert Rivera y su «no es no» a Pedro Sánchez en 2019 que supondría una repetición electoral y llegaría a significar su tumba política, parecen desear al líder del PP el mismo porvenir.
Pablo Casado no parece inmune a estos cantos de sirena que le seducen con el embriagador perfume, no de la moderación real —que no son los comentaristas políticos quienes la otorgan—, sino con la insignia de ésta en los medios de comunicación. Ya amagó hace unos días con repetir las elecciones del domingo en caso de necesitar a Vox para gobernar y ha hecho suyo el mismo rechazo a negociar que premió a los naranjas dejándolos fuera del parlamento madrileño.
Quizá el mayor desatino es el de aceptar como dogmas incuestionables meros planteamientos con apenas fundamento vertidos por un exiguo corro de estudiosos de la charla que se creen legitimados para dictar la forma en que se ha de pensar. Y es que, ¿quién determina que un partido es o no aceptable para negociar? ¿Acaso la opinión de una élite de eruditos autoerigidos en tales puede tener mayor valor que la de cientos de miles —incluso millones— de ciudadanos que han aupado a esos partidos donde están?
Probablemente, la única forma de valorar la legitimidad de un partido —que no su legalidad— escapando de la más profunda y sesgada subjetividad, sea juzgando sus acciones en el terreno parlamentario y democrático. Por eso no son mínimamente homologables aquellos que han defendido tanto en el Congreso como en los tribunales los derechos fundamentales de todos los ciudadanos a los que cuentan en su haber con sentencias en su contra del Tribunal Constitucional o incluso fallos en el orden penal y que no vacilan a la hora de arremeter contra el Estado de Derecho y la separación de poderes, que no son otra cosa que las reglas del juego de la democracia.
Por eso llegar a acuerdos con un partido que no piensa como el propio, pero que respeta el marco democrático, no es otra cosa que hacer política. Porque, si dos partidos pensaran igual, o bien no habría lugar para la negociación, o una de esas formaciones ni siquiera existiría. De la misma forma que el mero diálogo no implica necesariamente la asunción de las ideas de la otra parte, siendo lo único relevante lo plasmado en el pacto resultante.
En un momento en el que las mayorías absolutas se antojan imposibles, no parece muy realista el apelar a ellas o al voto útil con el fin de animar a los electores a llenar unas urnas que en todos los comicios comienzan vacías, sin papeletas que sean propiedad de ningún partido concreto.
En manos del Partido Popular queda la tarea de conseguir la tan ansiada estabilidad para Castilla y León, con cuyo pretexto convocó las elecciones. Y ojalá lo haga escuchando a Ayuso y a esa gran parte de los electores que en su día los votaron y que el domingo optarán por otra opción, pero sin rechazar un acuerdo entre ambos partidos. Porque, en ocasiones, hay divisiones que suman, y es precisamente la fragmentación de uno y no la del adversario, la que lleva a la victoria.