Pues yo con diez años andaba comiendo hormigas y tragando tierra en algún parque de Madrid. Creo recordar que no lo hacía a propósito, porque con esa edad casi nada se hace a propósito —o mejor, casi todo se hace a propósito sin quererlo. Pienso que jugaba al fútbol como un poseso, corriendo de banda a banda, sin tocar el balón más que con la yema de mis sueños. En los recreos gritábamos con esa afonía de colegio de chicos. Rompía el uniforme, aprendía a tocar algún instrumento y merendaba bocadillos de sobrasada o sándwiches de mortadela con aceitunas. Procuraba reír mucho y llorar poco y recuerdo disfrutar cada mañana yendo al colegio, sabiendo que allí me esperaban otros dos mil como yo, con las mismas preocupaciones de orangután uniformado.

Yo con diez años hacía lo mismo que Marcos Ondarra, que hoy me confiesa que su principal pasatiempo era jugar con Playmobils. Uno salía del colegio, rellenaba algunas hojas del cuadernillo Rubio y se ponía a jugar con muñecos, fantaseando con mundos nuevos y no con entrepiernas. Playmobils, Legos o como fuere, los niños de diez años no teníamos más preocupaciones. Luis me dice eso mismo: que tenía la cabeza vacía de responsabilidades, pero llena de inquietudes. Lo único que daba vueltas era la peonza de madera que por entonces se vendía en quioscos y nuestra mayor experimentación se daba en el contrabando de cromos, bocatas o cualquier otra de nuestras posesiones.

Con diez años no sabía lo que era un clítoris y hoy aún dudo tener certezas sobre ello. No me habían hablado de la masturbación porque aquel año Iniesta marcó un gol en Sudáfrica que copó toda conversación. Pudiendo hablar de Albacete, para qué coño queríamos hablar del ídem. Éramos felices sin saberlo y éramos felices sin que ellos lo supieran. Nuestro gozo no dependía de los cursos de onanismo ministerial y entre las manos sólo teníamos chiquilladas y nada más. Leíamos el Barco de Vapor y no las felaciones de Houllebecq. Claro que hoy todo ha cambiado y la izquierda ayer vino a decirnos que diez años son suficientes para hablar de masturbación. Que no hay que ponerle edad a la experimentación corporal y que viva la Pepa.

José Peláez suele decir que todas estas feministas inquietas van a terminar en Lourdes con una guitarrita, argumentando que la masturbación es síntoma del patriarcado. Estoy de acuerdo. En unos meses, acuérdense, Teresa Rodríguez dirá que las pajas son machistas y que atentan contra las mujeres. Y claro que lo harán pues cada día están más cerca de catequizar sobre pureza. El problema, sin embargo, son los cadáveres que irán dejando por el camino. Porque terminarán defendiendo lo mismo que nosotros, pero en su travesía corromperán a muchos. Alcemos la voz cada día para que saquen sus manos de nuestros niños. Ni Woody Allen les va a tapar sus miserias.