Cada mañana comparto parada de autobús con unos chavales del instituto de al lado de casa. Son un puñado de cinco o seis, no tienen más de quince años. El autobús llega repleto con más compañeros. Cuando bajan en masa en el instituto me fijo en ellos y en el resto de la chavalería, pero nada, usos y costumbres: siguen llevando la mascarilla.

Llevan todos estos años —ya hablamos en años— con ella puesta en la parada, al aire libre, dentro del autobús y también fuera al llegar. Además, la llevan por debajo de la nariz, y aunque hicieran por ponérsela bien, suelen ser quirúrgicas deshilachadas, de fondo de bolsillo, o de estas de telilla, más originales, pero, al fin y al cabo —ya sabemos todos algo de mascarillas a estas alturas— totalmente inútiles.

No ha dejado de sorprenderme cada mañana el hecho de verlos enmascarillados de esta forma tan irracional. Su docilidad es pasmosa. Ya hace un año que dejó de ser obligatoria. Estaba convencido de que la reacción iba a ser otra, que lo rebelde sería no llevarla, tipo «la mascarilla, por favor», «me la pongo ahora, que la tengo en la mochila», en plan pasota. No, prefieren llevarla a modo de bozal ligero. Habrá otras causas rebeldes que merezcan más la pena. A lo mejor lo rebelde es pasar, y pasan, precisamente, de quitársela. Hay una renuncia a enfrentarse a algo, no sé muy bien el qué.

Hoy ha sido el primer viaje sin mascarilla y los chavales han permanecido fieles, no al BOE sino a este miedo extraño que les aferraba a la mascarilla. Saben que ya no es obligatoria, lo sabe todo el mundo. El primero, el conductor —¡qué bueno verle la cara entera!—. Nada, ahí seguían sus naricillas asomadas sobre su cuarto de rostro tapado, inspirando el aire del mundo. ¿De qué se protegen?

La pandemia ha acontecido en la vida de estos chavales cuando empezaban a salir, con los primeros amores, peleas, inseguridades, en medio de los más que probables divorcios de sus padres. Se han empezado a poner guapos contando con que tenían que llevar mascarilla. No sabemos qué pasa en sus casas, ni qué les dicen sus padres o sus profesores, ni qué han perdido. Desconozco qué harán mañana o la semana que viene, pero hoy estos críos seguían llevando la mascarilla a falta de una mejor razón para no llevarla.

Está por descubrir la incidencia que ha tenido la obligatoriedad del uso de las mascarillas en la desafección. Es complicado amar un poder que te somete a arbitrariedades sin razón alguna, incluso acatando sus decretos sin reservas.