En estos días se cumplen dos años desde que la OMS declarase la pandemia y desde que el Gobierno de Sánchez, tras la obligada celebración del 8M, decretase el estado de alarma declarado posteriormente inconstitucional. No podíamos imaginar entonces que aquella pandemia, ya casi silenciada en los medios de comunicación, y por ende prácticamente extinta, serviría como la primera de las excusas para la consecución de los anhelos totalitarios del Gobierno de Sánchez.

Fue la primera porque la segunda está siendo la invasión de Ucrania por parte de Rusia para justificar los estratosféricos precios de la luz o el combustible. Y en una instancia superior también ha resultado ser la excusa para que la Comisión hiciera valer de facto la imposición de sus valores, chantajeando a países como Hungría o Polonia con los fondos europeos. Dos países que han preferido hacer valer su soberanía, quizá en el mayor ejercicio en defensa de las naciones y de la concepción inicial de la UE, antes que condicionar la recepción de los fondos al acatamiento sin las imposiciones de la religión climática o la ideología de género.

La gestión de la pandemia ha resultado ser el mayor experimento para la verificación del grado de sumisión alcanzado por una sociedad, una sociedad que ha visto con buenos ojos la imposición de un pasaporte COVID que sólo servía para decir quién tiene derecho a contagiar y quién no. Y que, pese a la suma importancia que se decía que tenía, ya ha desaparecido prácticamente. Una herramienta de señalamiento y persecución al disidente, pero también de confrontación social. Porque ninguna de las medidas que se tomaron siguieron un criterio sanitario sino político. Las mascarillas se estiraron tanto como hacía falta en cada momento tapar los tejemanejes políticos de turno, la última prueba de ello fue la inclusión de las mascarillas en el decreto de las pensiones para quitarlas días después tras la votación «errónea» de la reforma laboral. El tremendismo y el miedo infundado por los medios de desinformación se fue relajando conforme hacía falta mostrar la cara más amable del Gobierno, como si eso fuese posible; aprovechando la debilidad del principal partido de la oposición. Y así, de repente, un día ya no hubo COVID.

Los telediarios que ejercieron durante casi 24 meses el terrorismo informativo día y noche un día ya no abrieron con los datos de los contagios o fallecimientos; y entonces corroboré lo que un día me dijo un amigo: «En realidad, si apagas la televisión ya no hay pandemia». Y así fue.

La hipocresía de los países alrededor del virus podría resumirse en que hoy a Djokovic se le prohibiría jugar si fuera ruso, y no por rechazar la inoculación. O que ahora las grandes plataformas como Facebook o Twitter permiten que se incite a la violencia contra los rusos mientras se nos prohíbe decir que China tiene que pagar por la expansión del virus.

Entre tanto, el Gobierno y las élites que nos dan lecciones de sostenibilidad y ahorro indicándonos la temperatura que debemos poner nuestra calefacción ya están a la espera de una nueva catástrofe con la que seguir imponiendo su totalitarismo. Frente a todo esto, disentir o tener criterio propio, «son pequeñas cosas que los consumidores podemos hacer».