Me dijo hace poco un buen amigo algo así como que la verdad no necesita ser defendida. Que se defiende ella misma y que la vehemencia del defensor jamás podrá superar su peso. Que el histrionismo juega en nuestra contra y que, poseedores por tanto de la Verdad única, nada nos ha de suponer más sencillo que encontrar en la quietud nuestro mejor aliado. Yo en aquella conversación dudé como podría haber asentido o vaya usted a saber. Pero hoy, en medio del monte, con —¡ay!— cobertura limitada y decenas de quehaceres, otro buen amigo me ha hecho reflexionar sobre esto.

Dicen que se llama parresía y lo cierto es que he tenido que teclearlo. Pienso ahora que, si durante tanto tiempo no hemos sabido de ella, tan necesaria no será, como aquellos profesores de gimnasio que te espetan que respiras mal y, en fin, tan mal no lo haremos porque aquí seguimos. Los Antiguos usaron la parresía como el arte del hablar. Como una suerte de hábito de predicar la Verdad. Parresía, por tanto, como defensa de la Verdad en sus justos términos. Y claro, heme yo aquí, rodeado de chopos, sagrarios, chiquillos y constelaciones, queriendo recuperar como Iñako lo que alguna vez tuvimos y siempre deberíamos tener.

Si del Congreso —charlamento, lo llama un amigo— se conoce que los parlamentarios hablan mucho y no dicen nada, la parresía nos invita hoy a hablar poco y decir mucho. A no subirnos a la tribuna con impresoras y demás mierdas bufonas, sino a defender con la sencillez de lo cierto precisamente lo cierto. Con breverdad. Y escandalizará esto a muchos, pero pienso que el alma de Occidente —la supervivencia moral de cuanto conocemos— pasará por defender la verdad adoptando una especie de espíritu de Feijoo en las formas de nuestra defensa. La tranquilidad gallega sería para los antiguos el ideal de oratoria: la sencilla cuestión de, hablando poco, decir mucho.

Claro que, puestos a escandalizar, he de confesar que el Papa Francisco dedicó recientemente páginas a la parresía. Y su texto es fuente de verdad porque «decirlo todo» —su significado más literal— es más importante que nunca. Y porque, claro está, la audacia siempre ha sido virtud católica. Así, frente a individualismo y relativismo, la parresía se convierte en bastión de verdad y, nos lo dice el Papa, de sentido del humor.

Digámoslo todo. Y hagámoslo alegremente.