No son pocos los indicios que llevan a uno a pensar que, en la política actual, el menos común de los sentidos no es el sentido común —que también—, sino el sentido de Estado. Quizá el origen de esta falla entre aquellos que integran dos de los tres poderes sobre los que descansa el Estado de Derecho yazca precisamente en la errada sinonimia que se establece entre los conceptos de Estado y Gobierno. Y es que resulta sorprendente que la coalición que tanto dice abogar por lo público y el interés general reduzca la idea de Estado al Consejo de Ministros.

Son incontables las ocasiones en que el actual Ejecutivo ha apelado al sentido de Estado como coartada para sus enredos, algo que ha servido para tan variados fines como indultar a los que trataron de subvertir el orden constitucional en Cataluña en 2017; acercar a los etarras a cárceles vascas; e incluso para que el ministro de turno o el propio Presidente del Gobierno acuse a quien ose oponerse a cualquiera de sus conjuras de carecer de ese sentido del bien común, el mismo Pedro Sánchez que antes de llegar al poder negaba por tres veces que los intereses de España pudieran acabar en manos de quienes a día de hoy siguen declarando sin tapujos querer acabar con ella. Esta trasluchada en los caracteres que definen la defensa del sistema que los españoles acordaron como marco de convivencia allá por el 78 suscita de manera inexorable la duda de si es el Sánchez gobernante o el Sánchez candidato el que realmente tenía sentido de Estado de acuerdo con sus propios criterios.

Más allá de esto, si hay algo insólito por inédito y que con frecuencia pasa inadvertido siendo absorbido por la cara más política del desmán de que se trate, es el hecho de que decenas de las decisiones adoptadas por este Ejecutivo lo han sido desdeñando de plano el criterio de los órganos encargados de velar por el estricto cumplimiento de la Ley y, por ende, acotar en cierto modo cualquier tentación despótica por la que la Moncloa pudiera sentirse atraída.

El informe del Tribunal Supremo oponiéndose a la concesión de los indultos a los condenados del 1-O; los informes de Instituciones Penitenciarias en contra de los traslados de decenas de batasunos; o las múltiples advertencias por parte del Consejo de Estado o el CGPJ sobre las más que evidentes deficiencias en la técnica legislativa o probable inconstitucionalidad de normas de inmensa relevancia que se encuentran en proceso de ser aprobadas o que ya lo han sido, no son sino algunas de las numerosas evidencias de esa concepción de Estado con la que cuentan quienes hoy gobiernan España. Una idea de todas aquellas instituciones que trascienden al Consejo de Ministros como puramente accesorias, accidentales en un sistema democrático en el que la voluntad de Su persona es la única ley en vigor.

Esta tramposa correspondencia entre Estado y Gobierno resulta en una idea de sentido de Estado aún más falaz, un concepto gaseoso que roza el esperpento cuando la única réplica por parte del Ministerio de Justicia a dos sentencias del Tribunal Constitucional que acreditan la vulneración de derechos fundamentales de 47 millones de españoles por parte del Gobierno durante la pandemia es declarar que respetan la resolución judicial. Pecábamos de ingenuos al pensar que en las democracias eso se daba por hecho.

La distorsión generada en la idea de interés general es la que concede al presidente del Gobierno la osadía suficiente para afirmar que volvería a saltarse la Carta Magna si lo creyera necesario. La misma que demuestran tener sus acólitos cuando aún hoy afean a la oposición el no haber apoyado sus decisiones declaradas inconstitucionales. Ministros de un Gobierno reprochando al resto que no les acompañaran en su quebrantamiento de la legalidad. Un «arrimad el hombro» que no es sino un «hincad la rodilla».

Resulta harto complicado aducir sentido de Estado cuando éste coincide siempre con los intereses de uno mismo. Cuando toda la elasticidad con la que se dota al concepto con evidente oportunismo queda circunscrita a la expresión de la más pura voluntad personal, y que libra a quien lo invoca de cualquier sacrificio en pos de la cosa pública que tanto dice proteger. Y es que, si lo que se sacrifica por sentido de Estado es el propio Estado, se trataría más bien de un sentido del Yo.

La consecuencia natural del vaciamiento del poder legislativo, el desprecio al judicial, y la falta de percepción de un interés general por encima del propio —o la falta de voluntad para anteponer aquél a éste— junto con una carencia absoluta de vocación de servicio público no podía ser otra que el enfrentamiento contra quienes representan lo diametralmente opuesto, aquellos funcionarios de los altos cuerpos de la Administración cuya entrega a la defensa de la res pública y, por extensión, de todos los españoles, es el designio que marca su labor. Servidores públicos que el actual Gobierno toma por sus sirvientes al entender que es España la que ha de servir al Ejecutivo y no a la inversa.

Con frecuencia, la imagen proyectada de la función pública es la del Vuelva usted mañana. No obstante, en la tramoya de España se encuentran miles de jueces, fiscales, diplomáticos, inspectores de Hacienda y Trabajo, administradores civiles del Estado, abogados del Estado… y tantos otros empleados cuya vocación de servicio público es la única razón capaz de no haberles hecho desistir en su empeño por ser premiados con una plaza y con el inmenso honor que supone el servir a su nación. Funcionarios que sacrifican varios de los mejores años de su vida preparándose para un puesto que no saben si finalmente conseguirán, con renuncias personales y familiares que quedan relegadas a un segundo plano por entrega a su país.

La destitución de Paz Esteban, la ya ex directora del CNI, es otro de los innumerables atropellos del actual Ejecutivo a los técnicos de las instituciones del Estado que se dedican en cuerpo y alma a defenderlo.

Edmundo Bal (Abogado del Estado-Jefe del departamento de Penal), Carmen Tejera (Abogado del Estado-Jefe en el Ministerio de Hacienda), José Antonio Nieto (exjefe de Riesgos Laborales de la Policía), Diego Pérez de los Cobos (Jefe de la Comandancia de la Guardia Civil en Madrid), María José Segarra (Fiscal General del Estado), Margarita Mariscal de Gante  (Consejera del Tribunal de Cuentas) Ángel Algarra (Consejero del Tribunal de Cuentas), Miguel Ángel Villarroya (Jefe del Estado Mayor de la Defensa), Manuel Sánchez Corbí (Coronel-jefe de la UCO), Consuelo Madrigal (Fiscal del Tribunal Supremo), son solamente algunos de los integrantes de la interminable lista de destituidos, sustituidos o señalados por parte del actual Gobierno, que han sufrido la inconmensurable injusticia de ver cómo su impecable trayectoria como funcionarios al servicio de gobiernos de distinto color y que jamás vieron empañada su labor por la ideología, han servido de chivos expiatorios o de mercancía con la que el Gobierno negocia sus apoyos parlamentarios. Un Consejo de Ministros que no duda en mancillar el trabajo de décadas de los profesionales más leales a España si así logra permanecer en la Moncloa, llegando incluso a sembrar la duda sobre su competencia o su integridad en el desempeño de sus funciones.

Pedro Sánchez, cual Herodes, no duda en entregar la cabeza del Bautista en bandeja para complacer a la Salomé que le asegure una noche más en el poder. Pregúntese el presidente por qué en las protestas contra él la bandera de España ocupa un lugar principal. Quizá no sea porque otros se la apropian. Quizá el pueblo vea amenazado lo que la enseña representa.