Arrodillarse tiene mala prensa. Ya lo proclaman algunos chavales acomodados desde la holgura de sus camisetas: «Es mejor morir de pie que vivir de rodillas». Vale. Sea de quien sea esa frase (hay múltiples teorías al respecto), puedo suscribir la idea de fondo: la dignidad debe preservarse a cualquier precio. Pero, aprovechando la polisemia, vengo yo aquí a proponer que, bien mirado, nos iría mejor si viviéramos más de rodillas. Lo que nos pasa no es que no sepamos lo que nos pasa. Lo sabemos (o, al menos, lo intuimos), pero estamos tan encumbrados, que la verdad pasa por delante y no la vemos. Haríamos bien, por tanto, en inclinarnos hacia ella. Hay una sabiduría de quien, sabiéndose poco, acierta a prosternarse.
Este arrodillarse no tiene nada que ver con las actitudes timoratas o con el ánimo menguado de los borregos. No es eso, no es eso. No se trata de darle una excusa a la cobardía, sino de plantarle cara a una forma sutil de la arrogancia: la que reduce lo real a lo que cabe en nuestras manos. Esa petulancia que, por ejemplo, nos impide a encontrar a Dios cuando le imponemos nuestras condiciones experimentales de laboratorio. O esa vanidad con la que cualquier artista se refiere a su «obra», despreciando lo anterior —ante lo que jamás agachará la cabeza— o importándole una higa el arte futuro, siempre inferior a su talento, tan definitivo.
Esta arrogancia se cuela con sutileza. Leo el libro políticamente indeseable de una parlamentaria valiente y culta. Comentando una frase irónica que atribuye a Antonio Fontán («La verdad, nunca a nadie; sólo a tu confesor y en caso de peligro de muerte»), ella confiesa esto: «No recuerdo la última vez que me puse de rodillas». No lo dice con desprecio; sólo lo cuenta. Es quizá una faceta más de lo que, humildemente, ella misma denomina «mi acreditada soberbia». Y es, sobre todo, un dedo puesto en la llaga. Mala cosa si no recordamos la última vez que caímos de rodillas.
Los acontecimientos nos superan. La realidad no cabe en nuestros planes. Nuestra sociedad preservativa no conjura todos los riesgos. Vivir, por ejemplo, perjudica seriamente la salud. Sólo el necio se cree a salvo de todos los peligros. Parece más sensata la postura (literalmente) de quien, sabiéndose criatura, se arrodilla ante el creador. Me cuentan que el profesor Eamon Duffy ha acreditado que, en la Inglaterra anterior a la Reforma, la fe del pueblo era muy viva. Tenían una expresión para resumir su asistencia a la misa: «Hoy he visto a mi Hacedor». Pues eso. Es una oración que —imagino— dirían de rodillas.
Arrodillarse no tiene por qué ser un acto de sumisión. Significa muchas veces reverencia y agradecimiento. El cuerpo se desploma ante lo que nos sobrepasa, ya sea porque nos abate el dolor o porque nos cautiva la alegría.
Espero que se me perdone este largo circunloquio y esta teoría atropellada sobre la necesidad de postrarse. En el fondo, lo único que pretendo es un nuevo pasmo ante la Navidad. Que no nos quede más remedio que caer a plomo sobre las rodillas al pensar que Dios se inclinó con nuestra misma carne.