De un tiempo a esta parte, el concepto de batalla cultural va de boca en boca y cada vez son más los conscientes de lo que supone. Décadas atrás, el célebre marxista Antonio Gramsci pudo dilucidar cómo la revolución deseada no llegaría mediante la confrontación entre clases, sino que había que dar un paso más que hiciese a los hombres renunciar a los vínculos que los mantenían unidos como miembros de una comunidad, ya fuera la familia, el municipio o, en última instancia, la patria.

El italiano adivinó que atacando lo que tradicionalmente ha unido a los seres humanos sería más factible la revolución soñada por los seguidores del materialismo histórico, debilitando las estructuras que vertebraban las sociedades sería posible subvertir el orden occidental tradicional. De ahí se indujeron cambios a través de la educación que transformarían a la persona en un simple individuo, aislándolo de su entorno y siendo así más vulnerable a las corrientes ideológicas contemporáneas. A este cambalache antropológico le siguió la revolución sexual del Mayo del 68 de la mano de los postulados de Foucault, siendo los prolegómenos de la ideología woke. El resultado lo vemos hoy, contemplando cómo levantar una familia numerosa se trata con oprobios y desprecio mientras que las alternativas LGTBI en nombre de la «modernidad» y el «en pleno siglo XXI» se aplauden e incentivan. Como aberrantes logros de nuestro tiempo además añadir la barbarie hecha costumbre, como sucede con el aborto o la eutanasia.

Sin embargo, nos llevamos las manos a la cabeza por las consecuencias, pero no reparamos en las causas del progresismo avasallador. La inquisición woke controla la moral ciudadana y señala dónde está el bien y el mal, desplegando el mecanismo de la corrección política para acallar civilmente a quienes nos cuestionemos el discurso progresista internacional. Pero esto, insisto, no son más que las consecuencias; y hay causas pretéritas que pasan de soslayo al tratar la manoseada batalla cultural en tantos espacios culturales y académicos. Previo a la propaganda hubo un fenómeno que apagó la espiritualidad de las personas y anuló sus vínculos, y este fue el secularismo.

El secularismo consiste en sembrar las vías públicas de una apática aconfesionalidad o ateísmo, eliminando todo atisbo de religión en los espacios públicos. Con la excusa ecuménica de facilitar la convivencia de varios credos en un mismo Estado, en Occidente se puso especial empeño para borrar toda muestra de nuestras raíces y se aplaudió que la Fe se cobijase en los templos y no tomase lugar en la vía pública salvo fechas señaladas. Sin embargo, como señala De Prada, las religiones son las semillas de las que brotan las civilizaciones, por lo que dejarlas atrás es condenar a la civilización a su disolución, destruyéndose sus vínculos para dejar a la comunidad expuesta ante las ideologías venideras y siempre erróneas.

Históricamente, la cultura era una consecuencia inmediata y natural de la sociedad que la generaba. Sin embargo, como sucede en el posmodernismo, el orden natural de las cosas se ha alterado y ahora se incentiva una cultura que pretende modelar a sus contemporáneos, como bien vemos con las producciones de Hollywood o lo que escupen plataformas como Netflix, Amazon, etc. Si bien antaño la cultura orbitaba entorno a los vínculos eternos del hombre, ahora desde ésta y de la mano de las superproducciones comerciales se pretende continuar derribando los pilares que sostienen la escasa civilización que resta. Haciendo el agravio comparativo entre las épocas —llegando a momentos en los que la técnica es cada vez más precisa—, es inevitable preguntarnos cómo era posible que antaño los hombres dedicasen toda una vida en obras que igual ni verían conclusas (como la construcción de catedrales, basílicas o los frescos que dentro se pintaban). La diferencia entre el pasado que admiramos y el presente que repudiamos estriba en que antes el arte se orientaba a fines mayores, invitando a una trascendencia orientada por la Fe, esa misma que durante décadas ha sido extirpada de las sociedades. Por ello, al dejar las calles vacías de catolicismo, religión que durante siglos persigue el Bien, la Belleza y la Verdad; aquellos que reniegan de él encontraron un campo abonable del que cosecharían con el paso de los años.

Los medios de comunicación y el capitalismo siempre avizor del lucro supieron que precisamente las mayores rentabilidades proceden de las bajezas del ser humano como bien nos enseña el narcotráfico, la prostitución, la pornografía o el aborto. De ahí que, al no existir diques de contención espirituales, el progresismo fuese aupado por aquellas mismas corporaciones que se revisten de liberalismo acérrimo y hacen de la globalización una mina de diamantes. De tal manera, al binomio conformado por el liberalismo económico y el progresismo internacional le interesa una cultura que no tenga asideros ni cimientos, que genere individuos expuestos a las modas que los modelen no como personas sino como consumidores.

El hecho de que la cultura presente reniegue de la pasada se debe a que volver a pelear por la Belleza, el Bien y la Verdad restituye los vínculos de la sociedad, transformándola en una civilización con bases morales capaces de oponerse y hacer tambalearse tanto al liberalismo contemporáneo como al progresismo internacional, brazos de una misma tenaza. Consecuentemente, antes que pretender cualquier batalla cultural hay que recuperar los fundamentos de la cultura y de la civilización. Es decir, la Fe.

Ricardo Martín de Almagro
Economista y escritor. Tras graduarse en Derecho y Administración de Empresas, se especializó en mercados, finanzas internacionales y el sector bancario. Compagina su actividad profesional con el mundo de la literatura. Actualmente se dedica al análisis y asesoramiento de riesgos económicos y financieros.