Charlábamos del mar. Uno de los interlocutores relataba una jornada de playa y buceo. Tuvo una experiencia de inmersión placentera. Yo asistía a su narración complacido, mezclando en mi cabeza gamas de azules, ensimismándome en la claridad del agua y en los colores de la vida marina.

Con la diáspora veraniega tomamos un contacto moderado con el condicionamiento que ejerce sobre las jornadas litorales la acción de los vientos, las corrientes y la temperatura; con la necesidad un poco embustera, un poco disfrutona, de adquirir ciertas nociones técnicas para aprovechar la geografía y los días. También, como dijo en una ocasión Higinio Marín, en la playa se reúnen y resumen «los cuatro elementos en los que la filosofía antigua había cifrado la composición del cosmos» (agua, fuego, tierra y aire), y por ello podemos reconocer en el lugar una «naturaleza primitivamente abstracta». Así buscamos la aventura.

Sin embargo, a medida que avanzaba la conversación, ciertas expresiones enturbiaban poco a poco el relato. Entre sus palabras y las mías se fueron interrumpiendo las correspondencias; no tanto porque fueran desafortunadas, sino porque en cierto modo revelaban una mirada. Caí en la cuenta de que el juicio que hacía sobre las horas de aquel día se concretaba en una forma espiritual de consumo, hasta el punto de emplear categorías mercantiles y sociosanitarias. Hablaba de aquella secuencia como nos expresamos al hablar de cosas que hemos comprado. Llegó a decir que aquello había sido «terapéutico».

Se desplomaba, como en sueños, el idilio de la exploración submarina y la levedad de lo acuático. ¿Por qué habría de referirse así a las cosas, cual cajita de experiencias de noche de hotel y spa? ¿Mirará de esta forma todos los momentos? Quizá exagere, porque habría que alcanzar cotas de inhumanidad insospechadas para, pongo por caso, estar ante un atardecer calculando una cuenta de resultados que observe los niveles de endorfina o vitamina D. Lo que no obsta para recordar una vez más, siguiendo a William T. Cavanaugh, que ante el mundo podemos estar como meros espectadores o como «partícipes activos y creativos». Lo segundo es una muy buena forma de combatir el desapego, que nos asedia silenciosamente. Desapego hacia lo que producimos y consumimos, pero también hacia lo demás y los demás; lo mismo un bañador que unas chanclas, una mañana de mar que una amistad.