Siempre he optado por ser prudente al brindar opiniones, dejando clara mi postura, pero aguantando los latigazos que eventualmente mi intrépida juventud me tienta a soltar, sujetando así tanto el verbo como el decoro al abordar el arte de la escritura. Sin embargo, no son pocas las veces que me llevan los demonios para revolverme en la silla de mi despacho ante la ignominia de la que hace alarde el sistema de partidos, empeñado en cretinizar a los más y a los menos. Todo indica que hemos entrado en un bucle que nos conduce a una cada vez mayor degradación de la vida pública, la cual pretende saltar más allá de las pantallas para conducir al lodazal a los hogares.

Pese a que busque aislarme del fango del mass media y los agitadores que con su verborrea nos inducen a un estado permanente de enfado, hay veces que fallo en mi misión y me descubro como un pobre oyente más de este espectáculo empeñado en hacer de lo grotesco su núcleo temático. No obstante, el dantesco intercambio de golpes entre ideologizados a veces produce de manera ineludible daños colaterales que borran de un plumazo todo intento de evasión de la demogresca, como la llamaría Juan Manuel de Prada.

Tal es así, que en este vaivén sectario se ha dado el pistoletazo de salida para empezar el derribo de otro de los pilares que edifican la civilización, y este no es otro que la inocencia infantil. La democracia (bien conducida por los medios de comunicación) aúpa a personajes que son la antítesis del ejemplo a seguir, haciendo que miserables den mítines y participen en debates que si bien se saben inútiles en términos políticos, son útiles para contaminar más si cabe las mentes de quienes abandonaron la razón para abrazar la histeria ideológica; logrando así que los hogares sean cada vez más parecidos a centros frenopáticos en vez del bastión donde el hombre se haga fuerte frente a las acechanzas de un estado leviatánico que aspira a arrebatarle hasta el alma.

El domingo se volvió a llamar a los habitantes de uno de los reinos de taifas, la de Andalucía, a participar en la fiesta de la democracia, como muchos llaman a la fijación de mayorías que subyuguen al resto de ciudadanos. Como es tradición y prolegómeno de la cita electoral, los candidatos que encabezan las listas de sus partidos se dieron cita para afearse mutuamente tanto los defectos de la gestión pretérita como otras tantas sinrazones cuyo fin es escupirle a la cara al rival y así dejarle claro al espectador que el mal lo encarna la facción contrincante, pese a que después de los desprecios se compadreen fuera de las cámaras.

Pocos de los intervinientes tienen realmente algo que salvar, si acaso la carrera profesional de la candidata de Vox, al que tantos acusan de fascismo aun sin saber lo que es éste como tal. La actual falta de formación y cultura en España es una de sus señas de identidad. De los demás, no dejaban de ser una caterva que ha sobrevivido a base de medrar en sus partidos, a quienes rinden pleitesía cual vasallo se arrodilla a su señor sin siquiera cuestionarlo. De entre este siniestro reparto debatiente una figura quiso destacar y no por la virtud sino por, en una suerte de adanismo, ensalzar la miseria y engrandecer la bajeza de los hombres. No contenta con ello y dado el vacío argumentario que presentaba, sin medidas ni planes al saberse acabada, tuvo la brillante y malintencionada argucia de animar a los niños de 10 años a masturbarse, aprovechando así para empezar a introducir en el debate público la mal llamada educación sexual (cuyo único fin es corromper a menores) dando un paso más hacia la normalización de la barbarie cuyo fin último es la pedofilia.

Más allá de quién pudiera resultar vencedor del infructífero debate, la sinistra española logró un paso más dentro de la ruta exterminadora del progresismo internacional. Tras la aparente ocurrencia, perfectamente calculada, el sector ideológico de nuestro país que quiere abolir las tradiciones del ser humano y redefinir su misma naturaleza pudo introducir una nueva polémica que los negociados de izquierdas y derechas magnifican y reproducen a través de sus tertulianos gafapasta, quienes se encargan de modelar la conciencia de los individuos de cara a reconducirlas a los intereses de quienes gobiernan a los partidos.

Teresa Rodríguez, al traer a colación la supuesta necesidad de esta educación y los medios de comunicación llevarlo a cada plató, logra asentar y normalizar hechos que son de por sí una aberración. De esta manera, se basa en realidades que sólo muestran la putrefacción que carcome al árbol de la civilización occidental al excusar la necesidad de esta falsa educación por hechos como que haya menores de muy tempranas que accedan a la pornografía, carcomiendo su visión de la mujer, o que cada vez sean más prematuras las edades a las que se mantienen los primeros coitos. Configurar una educación al respecto donde se enseñe a los infantes a masturbarse, aceptando que el sexo indómito y descontrolado es algo bueno, solo es una consecuencia más de una corrupción contemporánea que empezó por señalar que no hay verdades universales, que todas las opiniones valen lo mismo o que la moral y la ética no son una sino múltiples y cambiantes.

Por otro lado, los mismos adalides de la liberación sexual acaban por incurrir en los pecados a partir de los que construyen sus causas políticas. Si bien el progresismo internacional tiene una fijación enfermiza con las ideas escupidas por Foucault y endiosadas en el mayo del 68, este mismo queda retratado con la consecuencia de sus propuestas. De esta manera, mientras en Andalucía se atacaba a la inocencia infantil, en Valencia se consumaba la miseria última a la que lleva la corriente woke, personificándose en la conducta de Oltra, quien no contenta con encubrir los abusos sexuales a una menor huía después hacia delante. No puedo dejar de preguntarme si uno de los fines últimos de estas ideologías de bragueta es normalizar lo sufrido por la menor de la Comunidad Valenciana, haciendo que ni tan siquiera llegue a ser delito. O peor aún, que los actos se juzguen por su autor en vez de por los hechos («no es el qué sino el quién»).

¿Qué es delito en una sociedad que no quiere tener ni moral ni códigos éticos? Si el bien y el mal se reducen a lo que diga la legalidad del momento, ¿qué sentido tendría afear lo más mínimo a los abusadores progresistas? ¿Acaso lo que disponga el código penal es suficiente para decir dónde reside la moral? ¿O más bien necesitamos de unas normas que precedan incluso a la misma ley y que sean invariables? Sin embargo, esto es irrisorio en un panorama en el que preferimos abrazarnos al relativismo y las ambigüedades para aliviar nuestras conciencias de todo rastro de culpa.

Tal vez el problema sea que pecamos de orgullosos, y de ahí derivan todas las desgracias postreras. El orgullo, la soberbia, es el mismo fruto del Edén. Éste no era una manzana, sino cuestionar el Bien y el Mal que en un origen se nos había revelado. De esta manera, mordiendo este fruto se abren todas las degeneraciones posibles. Nosotros cada día tenemos la opción por relativizar el Bien. El problema está cuando abrazamos toda escapatoria que nos recuerde nuestro mal proceder. Y creemos que, porque todo el espectro político y mediático diga algo, esto es habitual o, peor, correcto. De hecho, normalizar la depravación sexual infantil es la consecuencia última al dar voz y no condenar las proposiciones de la señora Teresa Rodríguez. Mañana, cuando vayamos a tomar un café con amigos de ambientes distinto al que habituamos, bien seguro que estarán considerando que igual la educación sexual es necesaria en España. Y, por supuesto, que esta no sea cosa de los padres sino de aquellos profesores que en las dos últimas décadas han cambiado de las aulas los crucifijos (que recuerdan la Verdad del mundo) para poner en su lugar banderas multicolores (la entronización de las pasiones desenfrenadas).

Más allá de estas últimas consecuencias que ahora nos parecen aberrantes, la cuestión que subyace es la señalada previamente. Si la moral es relativa, si no hay ni bien ni mal, sino opiniones y todas son igual de válidas, nos encontramos con un tablero de juego en el que las reglas las marcan las pulsiones. Y este juego del caos se queda justificado en el momento en el que la Verdad queda sometida al parecer de las mayorías.

Ricardo Martín de Almagro
Economista y escritor. Tras graduarse en Derecho y Administración de Empresas, se especializó en mercados, finanzas internacionales y el sector bancario. Compagina su actividad profesional con el mundo de la literatura. Actualmente se dedica al análisis y asesoramiento de riesgos económicos y financieros.