Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol…
Los primeros recuerdos de la fiesta del Corpus Christi que tengo son de los cinco o seis años. Me traen el olor del romero alfombrando las calles de Córdoba al paso de la Custodia, me recuerdan que era día de fiesta en jueves, que mis padres siempre salían a recibir al Señor Sacramentado —no pueden estar las calles vacías cuando pasa el Señor— y que ese día era el primer helado del verano que nos compraban. Son recuerdos de las bullas, las gentes, el ruido, la alegría, la primavera hecha casi verano, del calor y el jolgorio. De los altares del corpus, el incienso, los cantos, las cuentas del rosario de mi madre.
Son recuerdos sensoriales, corporales, que se me han ido repitiendo con los años y ahondándose en comprensión teológica, en torno al misterio del Cuerpo y la Sangre del Señor, en el pan y el vino de la Eucaristía. Como dice el Pange Lingua de santo Tomás, lo que a los sentidos se presenta de un modo, con los ojos de la fe cobra su verdadera realidad.
Aquí mismo, en LA IBERIA, al comienzo de la Semana Santa, hacía una encendida defensa de lo que significa en el catolicismo la encarnación: «Es imposible para los occidentales amar, gustar, sentir, experimentar, comprender algo si ese algo no tiene una dimensión real y física, corporal, mundana, carnal… y ése es el misterio mismo de la Encarnación: Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios, para que el Hombre conociese el rostro de Dios».
Hablaba allí de La mesa católica (CEU, 2021) de Emily Stimpson Chapman con traducción de nuestra querida Aurora Pimentel, que nos cuenta lo que suponen las comidas y las bebidas en los evangelios, ampliando a la comprensión católica de lo sensorial y corporal y cómo hay siempre una valoración positiva de ello para Jesucristo. Y es que la encarnación, que Dios mismo se hiciera carne, cuerpo, hombre, supone una valoración óptima de cuanto corporal hay en lo humano, de lo físico y lo sensorial como claves positivas de la fe. Y nuestras fiestas han heredado y celebrado siempre eso, pues son precisamente un signo distintivo de lo católico frente a reformados, puritanos y herejes variados de la historia, y también, como al bueno de Raggio le gusta decir, un signo de identidad mediterránea. Si hay desprecio por lo físico, por lo corporal, por lo sensorial, no es católico.
Pocas cosas tan católicas pues y en ese sentido, corporal, sensorial, físico, como el Corpus, salvo quizás las fiestas marianas. En el Corpus, allí donde sigue siendo una manifestación pública de fe, paradigmáticamente Toledo, Sevilla y Granada desde luego, pero en cada ciudad y pueblo de esta España nuestra, bien en jueves, bien en domingo, se muestra todo lo que el catolicismo es.
En este gran misterio del Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo, el misterio del Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, se muestra la lógica y consecuente conclusión evidente de la encarnación. El Señor se queda en lo corporal, en lo físico y real con nosotros, en forma de pan y vino a los sentidos, en su cuerpo y su sangre a los ojos de la fe. Pero los sentidos y lo corporal son también necesarios y fundamentales. En toda la celebración y exuberancia del Corpus se manifiesta la importancia y consideración que lo físico, lo carnal, lo sensorial tiene para la fe.
En esas custodias, en los cantos de Tomás Luis de Victoria, en los bailes de los seises, en todo el aparato litúrgico contrarreformista, pero también en toda la densidad celebrativa y teológica medieval de un Aquinate, el autor de los himnos de esta fiesta, se muestra el inmenso aprecio que la Iglesia Católica ha tenido y tiene por lo real.
El eco de la religiosidad popular lo recoge en los altares de las calles, en la alegría del día, en procesiones y cantos, en cómo los sentidos se desbordan en la fiesta del Señor Sacramentado.
Así pues, no dejen de celebrar, de recibir en las calles al Señor, de embriagarse en la exhuberancia de la fiesta, si es en jueves, mejor, si en domingo, pues también.
Canta, oh lengua, el glorioso
misterio del Cuerpo
y de la Sangre preciosa
que el Rey de las naciones
fruto de un vientre generoso
derramó en rescate del mundo.
Nos fue dado, nos nació
de una Virgen sin mancha;
y después de pasar su vida en el mundo,
una vez propagada la semilla de su palabra,
terminó el tiempo de su destierro
dando una admirable disposición.
En la noche de la Última Cena,
sentado a la mesa con sus hermanos,
después de observar plenamente
la ley sobre la comida legal,
se da con sus propias manos
como alimento para los doce.
El Verbo encarnado, Pan Verdadero,
lo convierte con su palabra en su Carne,
y el vino puro se convierte en la Sangre de Cristo.
Y aunque fallan los sentidos,
solo la fe es suficiente
para fortalecer el corazón en la verdad.
Veneremos, pues,
postrados a tan grande Sacramento;
y la antigua imagen ceda el lugar
al nuevo rito;
¡La fe reemplace la incapacidad de los sentidos!
Al Padre y al Hijo
sean dadas Alabanza y Gloria, Fortaleza, Honor,
Poder y Bendición;
una Gloria igual sea dada a
Aquel que de uno y de otro procede.
Amén.
Santo Tomás de Aquino. Pange Lingua