Me sigue rondando la cabeza eso de la controcultura, un término que, según he creído entender utilizan los italianos para referirse a aquellos que van en dirección contraria a la cultura dominante. Según leo, la controcultura nace de una aversión a la cultura oficial y a la costumbre.
No es el objetivo de esta columna una especie de rebelión anarco punk. Tampoco un tuiteo aliterado de unpopular opinions. Es, más bien, una negativa de renuncia. Una pasión por ciertas lecturas que merece la pena defender, aunque sea ―he aquí la diferencia― a controcultura.
Y en esa colección de lecturas se encuentra siempre Juan Belmonte, matador de toros. Su autor, Manuel Chaves Nogales, es ese periodista cuya equidad, que no equidistancia, sufrió la maldición de sacar de quicio a unos y a otros (aún tiene la virtud de hacerlo en nuestros días). Un buen ejemplo es esta biografía que, en palabras de Marías, se lee como una novela.
Haciendo gala de esa vocación de andar y contar, Chaves Nogales, que no era aficionado a los toros, se sentó frente al torero. Qué digo. Se sentó junto a Juan Belmonte y descorrió las cortinas de una imagen cuya realidad, cuya persona, era mucho más grande que el personaje. En sus páginas descubrimos una persona que contraviene la imagen prototípica del torero. Su humildad desbanca cualquier prejuicio y su pasión y naturalidad templan la aversión más arraigada.
Habla Belmonte ―en este libro el límite entre autor y protagonista se difumina― del toreo como una tendencia inevitable. Toreaba porque sí: por el riesgo, la aventura y por una suerte de voluntad heroica. «Pisaba fuerte yendo con los ojos vendados».
Su origen humilde acompañó siempre su mirada, algo que Chaves Nogales refleja con una naturalidad imperceptible. A medida que avanzamos en su lectura, captamos la esencia de Belmonte a través de pequeños detalles que el autor desgrana con maestría.
Nos traslada Chaves a una Sevilla y a un tiempo que casi podemos masticar. Primero, mascaremos el polvo del camino cuando, de niño, se escapa a cazar leones a África; siendo ya adolescente, le seguirán las noches de bandolero toreando desnudo a la luz de la luna; después, el calor trabajando a orillas del Guadalquivir y, finalmente, el polvo de la plaza.
Belmonte toreaba porque no lo podía remediar y esta biografía relata su ascensión a los cielos a fuerza de por puro talento. Una ascensión que pudo endiosarle, que le pudo hacer olvidar su origen, pero cuyo horizonte ―después entenderemos por qué trágico― fue siempre el mismo: un ideal condensado en una copla.
Qué suerte es poder tener un cortijo
con parrales, pan, aceite, carne y luz,
y medio millón de reales.
Y una mujer como tú.
«Éste es el ideal de vida de todo andaluz pobre y éste ha sido, naturalmente, mi propio ideal».