Si hay algo que caracteriza y aúna a los totalitarismos a lo largo de la historia, con independencia de la ideología o sistema que medie, es el empleo de la demagogia para, apoyándose en una plebe alineada, dirigir a la sociedad en cuestión. Hay cabecillas que cretinamente se asoman en cada vicisitud que los siglos plantean para someter a sus iguales, a quienes consideran como seres inferiores susceptibles de ser regidos a conveniencia. Esta estirpe se ve salvífica de los demás y creen estar lo suficientemente por encima del resto para sancionar las barreras que separan el bien del mal mediante leyes.

Ya escribiría al respecto Bastiat, quien, tras ver cómo en la Francia decimonónica las constituciones se sucedían conforme el poder cambiaba de manos, entendió cómo la destrucción de Dios daba paso a un despotismo elitista. Éste no era otro que el capricho y la violencia de aquellos llamados a redactar la Ley, porque de un tiempo a esa parte la autoridad había dejado de ser necesaria para gobernar. Si bien antes el poder necesitaba de la autoridad divina conferida por la Iglesia para ser legítimo, el modo de proceder se alteró en aquel funesto siglo que le siguió a la Revolución Francesa, siendo el poder ejercido válido por el mero hecho de ostentarlo. Bastiat esto lo vio en la praxis revolucionaria de Francia, dilucidando aquel entonces que el mayor riesgo para la libertad del hombre era la Ley en manos de esta casta poseedora de la arrogancia suficiente para señalar las lindes de lo debido.

El 5 de mayo de 1789 comenzaría entonces en Francia una deriva que afectaría al resto de Europa y que no ha frenado a pesar de la barbarie que irremediablemente trae consigo. Si bien en el siglo XIX las revoluciones asolaron el Viejo Continente, el siglo XX daría paso a regímenes que terminarían por hacerse valer mediante la fuerza y siempre contra la libertad de los iguales. Sin embargo, quienes se relacionan con el poder como con una adicción pronto vieron que la fuerza sometía, pero no esclavizaba y, por esta razón, los regímenes así concebidos adolecían de una de fecha de caducidad. De ahí que la sofisticación dictatorial tuviera que maquillarse con su faceta más empática y libertadora, siendo el mayo de 1968 el punto de partida.

En nuestros días vemos cómo aquel movimiento estudiantil parisino que bebía del anarquismo se transformó en sus vertientes, ecologista y LGTBI. Ideologías que hoy no sólo ostentan carteras ministeriales, sino que también ocupan puestos relevantes en los principales organigramas empresariales. Revestidas de filantropía, esconden un espíritu dictatorial que sale a relucir con una censura renombrada hoy como cancelación. Pese a la aparente faceta inclusiva y amable de estos movimientos, la relación que mantienen con la Ley es la misma: emplearla para someter ideológicamente al resto de la sociedad, que necesita ser reeducada por aquellos que se sitúan por encima de sus iguales. Por ese motivo, no debemos escandalizarnos con leyes como la de Memoria Democrática, la del sólo sí es sí o la trans ante este añejo entendimiento despótico de la ley. Las consecuencias son lo de menos si con ello los poderosos prorrogan sus prerrogativas.

Sin embargo, ¿cómo es posible que lo que el sentido común nos señala como barbarie se asiente con tan pasmosa facilidad? Tal vez tengamos que reconocer tarde que matar a Dios y hacer del laicismo y el relativismo el signo de nuestros tiempos tiene sus consecuencias. Mientras tanto, un nuevo sistema político se abre paso aceleradamente con una clara vocación despótica. Este despotismo no deja de ser una dictadura que se impone apoyándose en la concupiscencia, en nuestras comodidades y faltas. Ensalzando todo subjetivismo y llevando a última consecuencia las ideas de que el hombre es de por sí el creador y de que la Verdad es opinable y propia de cada cual. Y esto ni la izquierda ni la derecha política están dispuestos a enfrentarlo, ya que reconocer la línea divisoria entre el Bien y el Mal tiene su coste electoral y las mieles del poder son demasiado dulces como para arriesgar el deleitarlas.

Por ello, no pongamos tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. No tiene sentido que nos escandalicemos con la liberación de violadores, la mutilación genital de menores o los agravios a los difuntos. ¿Qué podemos ilusamente esperar si no somos capaces de rechazar a ese Occidente que optó por escuchar a quienes, con la falsa bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad quisieron erigirse como dioses y someter a las criaturas de su creación, la Modernidad? ¿No es acaso una consecuencia tan lógica como inexorable?

Si queremos escapar del despotismo de políticos y filántropos debemos precisamente volver la mirada y abrazar aquel principio que establecía la potestad política como consecuencia de la previa autoridad divina, la cual recordaba las fronteras entre el Bien y el Mal. Ni mil millones de leyes tendrán la capacidad de darle más libertad al hombre que reconocerlo como hijo de Dios y, por ello, dueño de una dignidad suficiente para derrocar a déspotas y tiranos.