Desde que tuve uso de razón fui una chica de izquierdas. No cabe duda de que mi acervo político se circunscribía únicamente a esas ideas siempre tan biensonantes. Cuando hablo de la izquierda me refiero, en todo caso, al socialismo en su significado más amplio. Era una joven socialista y, cómo no, una gran defensora de la igualdad de oportunidades y la justicia social. Con lo bien que suenan, ¿quién podría no serlo?

Mi manera de ver el mundo giraba en torno a la dicotomía opresor-oprimido. Siempre tenía frentes abiertos por los que permanecer en la indignación continua: empresario-trabajador, rico-pobre, blanco-negro, hombre-mujer… Esta última relación de poder me condujo a interesarme de lleno por el feminismo.

Durante ese tiempo se podría decir que me había radicalizado, pues la literatura feminista que consultaba era abiertamente marxista. Como si de una obsesión se tratase veía machismo en todas partes, lo cual era de esperar, pues ahí fuera imperaban el patriarcado y el capitalismo que, envalentonados de misoginia, oprimían a todas y cada una las mujeres. Es evidente que el discurso lo había interiorizado a la perfección, sin embargo, no tengo claro qué hubiese respondido exactamente si alguien me hubiese preguntado en aquel entonces qué eran el patriarcado o el capitalismo. ¡Pero qué importaba eso con lo cool que era ir al a las manifas pintarrajeada de violeta a defender nobles causas como la de «Sola y borracha quiero llegar a casa»!

Ese feminismo radical tampoco vino en solitario, sino que trajo consigo consignas como la redistribución de la riqueza y el igualitarismo. Yo quería un mundo mejor, pero todo a mi alrededor me olía a injusticia. Mientras estaba en la universidad, en cuanto terminaba mi último examen, en lugar de disfrutar de mis vacaciones de verano como hacían los demás, a mí me tocaba trabajar, bien de camarera, bien de azafata, o bien de vendedora. Este agravio me producía una gran insatisfacción porque creía que mi esfuerzo no estaba siendo valorado y que la sociedad debía recompensarme de algún modo. Tenía gran mérito lo que estaba haciendo. De este modo, me parecía bien que los más afortunados costeasen obligatoriamente las oportunidades de los más desfavorecidos porque era injusto que algunos tuviesen preocupaciones económicas y otros no. Resulta que yo, sin saberlo, era una abanderada de la más antisocial y perniciosa de todas las pasiones: la envidia, de la que el socialismo es su institucionalización.

Por suerte, poco a poco me di cuenta de que esas ideas que mi cabeza albergó durante tanto tiempo, lejos de empoderarme, me hacían sentir cada vez más diminuta. Me fui dando cuenta de que el papel de víctima perpetua se me estaba quedando pequeño y ya no me sentía cómoda interpretándolo. Si mis acciones siempre iban encaminadas a mejorar mi posición dentro de mis posibilidades, estaba claro que había un cierto desajuste entre lo que hacía y lo que pensaba. En efecto: luchaba por mis metas y mis objetivos, pero secundaba unas ideas que precisamente castigaban a aquellos que tienen ese afán por mejorar y prosperar.

No sabría definir con exactitud en qué momento mi mente hizo click, pero mentiría si dijese que el confinamiento no tuvo nada que ver. Básicamente, se podría decir que empecé viendo unos vídeos sobre cómo ahorrar y terminé, en apenas unos meses, subrayando Derecho, legislación y libertad, de Hayek.

En lo que respecta al feminismo, mi propia experiencia vital también me estaba demostrando que ni todas las mujeres somos iguales ni todas tenemos los mismos intereses, por lo tanto, es absurdo tratar de homogeneizarnos a todas bajo una categoría. Ahí es cuando fui consciente del problema que entraña la colectivización de las personas y, por ende, la anulación del individuo: ¿quién era yo para hablar en nombre de nadie? ¿Acaso me creía una especie de ser omnisciente que conocía las preferencias de todas y cada una de las mujeres?

Las preguntas se sucedían una tras otra y las respuestas también. Mi comprensión y mi forma de ver el mundo que me rodeaba habían dado un giro de 180 grados. Ahora estaba familiarizada con la libertad y la responsabilidad individuales, la igualdad ante la ley, el respeto a la propiedad privada, el sistema de libre mercado y la importancia del ahorro, dejando atrás la envidia y la mediocridad.

Por fin había encontrado lo que ni sabía que estaba buscando, porque como se suele decir: «Cuando dejes de buscar, aparecerá». Y apareció. ¡Libertad, qué bueno que viniste!