En los últimos días los Estados Unidos han sido el esceneraio de dos crímenes que difícilmente olvidaremos. Una clara muestra de que nadie está a salvo de la violencia de los enemigos de la gente corriente, del mal encarnado. No lo están una figura nacional como Charlie Kirk ni una mujer joven en un vagón de Charlotte.
Tras el intento inicial de la prensa afín de silenciar el caso, el mundo entero ha visto el vídeo que recoge cómo la refugiada ucraniana Iryna Zarutska fue apuñalada en un tren ligero de la ciudad de Carolina del Norte. Las imágenes, de enorme dureza, muestran su incredulidad mientras se desangra en el suelo y su asesino se aleja con indiferencia, murmurando algo así como «me he encargado de la chica blanca». Nadie a su alrededor la auxilió mientras agonizaba. Todos, como el asesino, de raza negra.
Decarlos Brown Jr. había sido detenido 14 veces. Pese a su historial y a sus trastornos mentales —siempre alegados y con frecuencia diagnosticados para evitar penas mayores—, se encontraba en libertad por decisión de una juez sin cualificación suficiente para ocupar el cargo. También de raza negra.
Pocas horas después el fundador de Turning Point USA, Charlie Kirk, también fue asesinado durante un acto en la Universidad del Valle de Utah. Kirk fue tiroteado por un francotirador en pleno ejercicio de lo que había sido su propósito durante años: abrir un espacio de diálogo con quienes discrepaban de él. Su última publicación en X, antes de morir, exigía justicia por el asesinato de Zarutska: «Fue la política la que permitió que un monstruo con 14 antecedentes estuviese libre para matarla». Una advertencia certera.
El clima de impunidad generado tras los disturbios alentados por Black Lives Matter se tradujo en una oleada de inseguridad en las grandes ciudades que, camino de un lustro después, no ha dejado de crecer. La mayoría de los gobiernos municipales y de las fiscalías no sólo no actúan, sino que agravan la situación con medidas como la fianza en efectivo eliminada, el recorte de recursos policiales, la despenalización de ocupaciones callejeras y la liberación masiva de presos en nombre de la «justicia social».
En teoría, la administración Trump pretende demostrar que es posible revertir esa dinámica. Su intervención en Washington ha provocado en pocos días una caída de los asesinatos, robos de coches y otros delitos. Los campamentos callejeros, enquistados durante años, han sido desmantelados con facilidad. La alcaldesa demócrata —como todos los concejales—, Muriel Bowser, pudo haber restaurado el orden en cualquier momento, pero nunca lo hizo: el caos es el plan.
Del mismo modo, años de retórica violenta desde la izquierda han allanado el terreno para que el asesinato de Kirk y de tantos otros sea aplaudido por una parte considerable de la sociedad. Un estudio del Network Contagion Research Institute reveló que el 55% de los izquierdistas estadounidenses consideran al menos «algo justificado» asesinar al presidente Donald Trump.
Kirk advirtió en abril: «La izquierda está siendo enardecida hasta la violencia. Cualquier revés, electoral o judicial, justifica una respuesta máxima y violenta. Esta es la consecuencia natural de haber tolerado durante años el vandalismo y el caos en nombre de la protesta». La reacción al crimen confirmó sus temores. En redes sociales, militantes de izquierdas celebraron el asesinato. En el Congreso, diputados demócratas llegaron a abuchear la petición de una oración pública por Kirk formulada por la congresista Lauren Boebert.
Una sociedad no puede sobrevivir cuando una parte de sus miembros —con gran influencia en los medios, las universidades y el poder político— legitima la violencia contra el adversario. Los asesinatos de Kirk y de Zarutska muestran lo que ocurre cuando la ley y el orden son sacrificados en el altar de las ideologías. El debate no gira en torno a la discrepancia política, sino a la más elemental convivencia. Es imposible el acuerdo con quienes desean ver aterrorizados o muertos a los que piensan distinto, lo proclaman sin pudor y celebran su asesinato, lo ejecute quien lo ejecute.