Parte de la esperanza de los cristianos pasa por la espera en la venida del Señor. Los judíos llevaban siglos esperando a un Salvador, que vino a dar cumplimiento a cada una de las profecías, y aquel hombre terminó siendo crucificado junto a un par de maleantes. No digo que el judaísmo matara a mi Redentor —¡lo hice yo mismo!— pero tampoco deberíamos echarnos a temblar de haber sido así.
El final de la historia lo sabemos todos: aquel nazareno resucitó, anduvo algún tiempo más haciendo de las suyas (aparecer y desaparecer) y terminó subiendo a los cielos para quedarse para siempre en la tierra. Es una extraña teología del ascensor que me fascina tanto como antes lo hizo a Santa Teresita de Lisieux. Subió para quedarse abajo; bajó para que nosotros pudiésemos subir.
Su ida a lo alto no fue, sin embargo, una escapada definitiva. Ya decía que parte de nuestra esperanza, que es el amor puesto a disposición, pasa por la Parusía, su segunda venida. Y aquí es donde nuestra tarea me resulta limitada, acaso nula. Que algunas de sus últimas palabras fuesen «vengo pronto» nos tendrían que enderezar el pescuezo o, al menos, atemorizar con una sensación: verdaderamente puede venir en cualquier momento.
Es curioso que la sociedad del aquí y el ahora, del instante frenético, haya olvidado la Parusía. Los cristianos de nuestros días hemos relegado a un lejano futuro la segunda venida de Nuestro Señor, cuando, en el fondo, dos mil años después deberían parecernos tardísimo. Parecemos haber olvidado el sentido de sus palabras: «vengo pronto» significa exactamente que va a venir pronto —Cristo fue tautológico— y algunos viven como si ni siquiera fuese a venir.
Una vez más la mirada de los primeros cristianos nos resulta aleccionadora. No es que vivieran acojonados por una venida inminente, pero sí dejaron vertebrar su vida por ese binomio: viene pronto. Todos ellos pasaron por el mundo con la certeza de que aquello se cumpliría en vida, confiaban en ver la segunda venida. Hasta el siglo IV, podríamos decir, un puntito de agobio anidó en los cristianos, para quienes la prontitud del mundo se hacía ya tardía.
Y aquí nosotros, viviendo como si aún faltaran miles de años, como si el Apocalipsis fuese para otros, como si esta hipótesis de su venida no fuese sólo posible, sino deseable. Nuestra mirada estos días debe recuperar cierta originalidad, que no es más que volver al origen. Los ojos de la Parusía nos llevarán a descubrir que quizás, no lo sabemos, el Señor venga verdaderamente pronto. ¡Y cómo no va a venir pronto si en el fondo ya está aquí!